
He vuelto a ser niña mientras las páginas de la novela Cocorí, del escritor costarricense Joaquín Gutiérrez, me secuestraron casi literalmente. Algunos asuntos urgentes tuvieron que esperar antes de llegar al final de esta lectura deliciosa y extraña que pone a disposición de los niños el Fondo editorial Casa de las Américas (colección Colibrí) y que con absoluto acierto ha sido escogida en marzo como Libro del mes, por lo que debe ya ocupar espacios en todas las bibliotecas del país, en sus librerías, y ha sido digitalizada por la Editorial Cubaliteraria, en formato APK.
Un gusto, de esos que agita el ánimo a fuerza del mucho agrado, significa tomar en las manos la presente edición de un título que vio la luz por primera vez en Chile, en 1947, y desde entonces dio fama mayor a su autor, el poeta, ajedrecista de renombre, miembro de número de la Academia Costarricense de la Lengua, corresponsal de guerra en Vietnam, narrador condecorado con notables reconocimientos, entre ellos, el Premio Casa 1978, de novela, por Te acordarás, hermano.
Hermosísimas resultan las ilustraciones de Raúl Martínez Hernández, las cuales dinamizan un argumento que sostienen 65 páginas, cuyos números
«descansan» sobre hojitas pintadas, cual si se desprendieran del inmenso follaje de la jungla –uno de los entornos de la trama– no solo con el ánimo de adornar la historia de papel, sino que pareciera pedirnos palpar el ambiente, con un primor escritural pocas veces superado.
Cocorí es miembro de una comunidad negra que vive en el trópico, un niño feliz y amado que conoce como la palma de su mano un territorio costeño donde el verdor, las frutas, el mar y los animales son protagonistas de un mundo en el cual no suceden demasiadas novedades. Es este niño y también todos los niños que lean esta historia, en la que es tan fácil estar en su lugar, dados los sentires comunes de los que a vivir empiezan.
Un barco que se acerca será una revelación para él, más si trae «hombres rubios» a los que nunca ha visto. Al ver al contramaestre, con cabellera roja, Cocorí grita: «se le está quemando el pelo». Saltará después a la cubierta y oirá a una niña blanca, de ojos azules, decirle a su madre «–¡Mamá, mira que niño tan raro! (…) pero si es un niño como yo … –y se abalanzó hacia él–. ¡Pero está todo tiznado!». Lo toca. «¡Oh, mamá, no se le sale el hollín!». Al comprender que se refería a él piensa: «¡Y a ti no se te sale la harina!».
Como solo pueden comprenderse los niños, en minutos ya la amistad es un hecho. Cocorí le había contado todo lo seductor de su mundo, le regala conchas, estrellas de mar… le enseña el sonido de un caracol enorme. Ella le regala una rosa que el amigo asumirá como su amiga misma y la dejará en un vaso con agua, en su hogar (una pobre choza), minutos antes de emprender la imprudente aventura de buscar para ella un monito tití, pedido que le hiciera la visitante.
Tras no pocas peripecias, llega Cocorí a buscar a su amiga para entregarle, triunfante, lo prometido. Saber que el barco se ha ido y comprobar después que la flor ha fenecido, rondando de pétalos la mesita donde la creyó a salvo, es demasiado para el pequeño, que no aceptando la fugacidad de la vida, ni el adiós repentino de las cosas amadas, cae en una profunda angustia, cuya respuesta saldrá a buscar alejándose del hogar nuevamente.
Ya en el desenlace, tiene lugar un diálogo reparador, que consuela resueltamente al pobre Cocorí. «¿No viste que tu Rosa tuvo una vida linda»?. (…) ¿No viste que cada minuto se daba entera hecha dulzura y perfume?», le dice el Cantor.
–«¿Tú crees que eso es vivir, Cocorí? ¿Dormitar al sol rumiando pensamientos negros y malvados? (…) Tu Rosa vivió en algunas horas más que los centenares de años de Talamanca y don Torcuato. Porque cada minuto útil vale más que un año inútil», le dijo.
Otras sorpresas felices esperan a Cocorí, pero una lectura inteligente, incluso antes de llegar a las últimas líneas, no puede menos que apreciar la utilidad de un tema como este, para educar al niño en la naturalidad de la existencia y sus verdaderas utilidades. Tal vez ayude a comprender, con la debida orientación, que los abuelos se marchan un día, que la muerte es parte de la vida y que ella es más plena cuando deja afuera las perversiones.
Desacertada nos parece alguna crítica que ha visto prejuicios raciales en esta obra del más reconocido de los escritores costarricenses. No debe asustar decir negro o blanco o verde si no se siente la diferencia discriminatoria en la voz que la enuncia. Para quien asume el «engaño de las razas» como tal, decir mi negro, mi vida o mi amor es apenas sinonimia que trasciende las palabras y entiende como nadie, el gran corazón.
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Delia zulema safons dijo:
1
8 de abril de 2019
11:42:31
CLAUDIO Monge Pereira dijo:
2
17 de mayo de 2019
02:09:45
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