ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Portada de El Rojo y el Negro, de Stendhal. Foto: Madeleine Sautié Rodríguez

No habría podido comprender la lectura de El Rojo y el Negro, una de las obras cumbre del realismo crítico francés que legara al catálogo universal Henri Beyle –conocido en el mundo letrado como Stendhal– cuando hurgando en el librero de la casa encontré aquellos dos tomos publicados por Arte y Literatura (colección Huracán), que alguien había  leído y después guardado en espera de su próximo lector.

Ya había prendido en la estudiante de secundaria el gusto por la zambullida en historias de papel, pero todavía la acechaba el temor de las primicias, cuando demasiadas páginas nos hacían cambiar de parecer y dejarlas para otra ocasión. No obstante, un dulcísimo anzuelo –los exergos, para ser más claros– pescaron la atención de la iniciada y repasaron, una por una, las respectivas primeras páginas de sus 75 capítulos, donde ellos avisaban las esencias  de una novela fotográfica que le daría, algunos años después, la pintura de la primera mitad del siglo xix francés.

A la lectura total le llegó el día. Para entonces también flotaba en el pensamiento la cómoda estructura elegida por Stendhal para contar la historia, inspirada en Antoine Berther, un joven campesino al que victimizará la sociedad burguesa que quiso conquistar y por lo cual será inculpado.  Convertido ya en Julián Sorel, saldrá a la palestra literaria el condenado de marras, ahora en la piel de un personaje típico, en circunstancias y caracteres típicos, propios del realismo, tal como Engels definiera el fenómeno estético.   

Como suele suceder cuando antes de llegar al libro, la obra nos toca desde una película u otra propuesta, los personajes de El Rojo y el Negro se me antojaban con los rostros que adquirieron desde una telenovela cubana –entonces sucedió con otros títulos como El Tábano (Ethel L. Voynict); Rosas a crédito (Elsa Triolet); Ramona (Helen Hunt Jackson)…–, sin embargo, pronto la trama, que exacerba el afán de engullirla, les da identidad propia desde la exquisitez de la escritura, mientras otra vez vuelve el lector a la sabida máxima de que el libro es siempre insuperable.

Trazada con no pocos rasgos autobiográficos, de esos que aguijonean el sentido, la obra stendhaliana tiene como hilo conductor el amor que toca sus cimas hasta el frenesí para concluir en la muerte como símbolo de la irrealización de sus metas. Sucede con Sorel y se repetirá con Fabrizio –personaje principal de su otra obra maestra, La cartuja de Parma (1839), a propósito de la cual el propio Balzac expresara que el autor «es uno de los hombres superiores de nuestro tiempo».   

Con precisión de documentalista, Stendhal dejará ver que en la sociedad clasista solo el arma letal de la hipocresía puede ser usada para emprender el camino al triunfo sin que sea siquiera en todos los casos un tiro seguro. No al menos para quien ha nacido pobre, aunque los más osados en esta condición se aventuren a ejercerla para escalar posturas.

«¡Qué de elogios a la probidad! –rugía a media voz Julián–, ¡Cuánta mentira, cuánta hipocresía! No parece que la probidad sea la única virtud…! Y, sin embargo, ¡qué de consideraciones, qué de  respeto vil hacia un hombre que ha triplicado su fortuna desde que administra el caudal de los pobres!».
Censor implacable de la religión y admirador rotundo de Napoleón, Stendhal propone alegorías que dejan ver tras los balaustres del título la significación que le concede: en lo rojo está la convulsión de las batallas, el color de los uniformes militares…; en el negro, el poder oscuro del dogma; la lobreguez de los ambientes que hacen sucumbir a los osados,  el color de las sotanas, como uno de los rumbos para la «realización» personal.

No consigue el héroe estar a la altura de los triunfadores de la Restauración ni ser definitivamente el hipócrita que parecía: «Señores, no tengo el honor de pertenecer a vuestra clase; en mí veis a un campesino que se ha rebelado contra la humildad de su destino. (…) Ese es mi crimen…», dice Sorel en el juicio que sentenciará para él la guillotina.

Las dramáticas escenas finales, a la par de la conmoción, remarcan  en el lector la certeza de que se acaba de asistir a una de las grandes creaciones de la humanidad. Consciente de tal levante, Arte y Literatura reedita ahora, dentro de la colección Clásicos, esta obra que vio la luz en 1830 para el deleite de todos los lectores que en el mundo son, y los que habrán de convertirse.

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