Lejos de demostrar señales de agotamiento del modelo que las sostiene (como sucede, por ejemplo, con gran parte de la pantalla comercial estadounidense), las obras presentadas en el 46 Festival del Nuevo Cine Latinoamericano dieron fe de un cine cuya sangre creativa reverbera, bulle y da vida a títulos que enlazan la tradición fílmica de un continente con nuevas maneras de armar el relato.
Un cine este cuyo músculo, poesía y sentido telúrico escucha las historias nobles, las historias oscuras y las historias de fe de una parte del mundo donde convergen las grandezas patrias con las traiciones, donde se funde la realidad con la magia y crepitan los fuegos de dignidad de un pasado que nos obliga a no claudicar.
Padres tutelares a la manera de Alfredo Guevara, Julio García Espinosa o Tomás Gutiérrez Alea –quienes pensaron nuestro cine, sus esencias, caminos y alternativas–, se sentirían ufanos de la distintividad de un volumen determinante de lo proyectado tanto en la Competencia Oficial como en otras secciones, en las cuales también fueron exhibidas notables producciones.
Mas, sobre todo, especialmente feliz con la evolución del finalizado Festival, y la rica sustancia de su programa, se sentiría Fidel. Él, desde la gestación y defensa de certámenes culturales de tanto alcance como este, propugnó la emancipación del Bravo a la Patagonia por la vía de un séptimo arte raigal, identitario, a contracorriente de la narrativa hegemónica y su discurso de legitimación de los valores occidentales.
En La Habana se vio cine mayúsculo, proveniente de varias naciones de la región. Son títulos que, antes de hacerlo en nuestra capital, en varios casos impactaron en la mayoría de los festivales de clase a del planeta, y merecieron tanto el apoyo de grandes cineastas del mundo como de reconocidos exégetas, con buenos motivos para granjearse semejante respaldo.
No constituye una medida de valor automática –cual consideran acríticamente algunos–, que tal o más cual filme haya sido escogido o no para representar a su respectivo país en los Oscar. Eso, per se, puede entrañar calidad; pero también convención, molde, agenda, coyuntura. Por fortuna, la cita habanera ha recompensado a dos candidatas al apartado internacional de la estatuilla, que sí son muy decorosas: Un poeta y La misteriosa mirada del flamenco.
El encuentro continental decembrino deja disímiles evidencias para justipreciar: una de estas es que nuestro espacio geográfico sigue poseyendo fortísimas marcas autorales, tanto en la ficción como en el terreno documental o la animación.
En el orden personal, sigo y respeto a varias de esas marcas (Lucrecia Martel, Clarisa Navas, Albertina Carri, Gabriel Mascaro…), aunque no creo que exista otra similar a la del brasilero Kleber Mendonca Filho, cuya cinta O agente secreto mereció varios lauros de mucha significación, pero no el máximo premio.
Los artistas poseedores de las referidas improntas autorales, u otros, han trabajado sensibles temas de alta complejidad (y esta resulta otra evidencia que queda como saldo), sin incurrir en discursos impositivos ni intentar aleccionar a los espectadores.
Lo han hecho mediante películas de intensidad dramática, loable rango actoral, formalmente envidiables, muy libres en el planteamiento y desarrollo de sus temas o conflictos. Sea un caso que lo integra todo, O último azul.
Por fortuna, ese cine didáctico, que tanto perjuicio causara en ciertos momentos, se ha relegado en favor de una pantalla que entiende muy bien el valor de la alegoría y la sugerencia, por medio de relatos en capas, distantes de lo previsible o del autodevelamiento en la primera escena; sin lecturas obvias y planas.
Otro rasgo de valor es que el 46 Festival fue testigo de la preocupación de los cineastas latinoamericanos por continuar dando cobija en sus imágenes a tramas protagonizadas por niños, adolescentes o jóvenes en duras condiciones de vida, una tradición regional abarcadora de Los olvidados (Luis Buñuel, 1950) a Los reyes del mundo (Laura Mora Ortega, 2022).
El apartado Óperas Primas resultó un hervidero de obras habitadas por personajes representativos de las nuevas generaciones, cuyos miedos, sueños y desvelos exploran filmes de la guisa de Vainilla, Esta isla, Hijo mayor, El infierno de los vivos, Matapanki, La naturaleza de las cosas invisibles, La misteriosa mirada del flamenco o Si no ardemos, como iluminar la noche y El diablo fuma (y guarda las cabezas de los cerillos quemados en la misma caja).
Con varias de las obras que iluminaron nuestras salas fílmicas confirmamos la máxima de Godard de que cada movimiento de cámara es una decisión moral (Nora, Nuestra tierra, Bajo las banderas el sol, Belén); el aserto de Renoir de que todos los personajes se fundamentan en sus propias razones (Hiedra, Neurótica anónima, En el camino, Cuerpo celeste, La hija Cóndor), o la convicción de Kurosawa de que es el poder de la memoria el que da origen al poder de la imaginación (El príncipe de Nanawa).
Resultan –algunos de los concebidos para estos filmes– personajes rotundos, muy singulares y cuidados desde el nivel primario de la escritura, los cuales en clara medida se distancian de los estereotipos o de los manidos arcos de transformación de un modelo de guion superado, hace mucho, por los fabuladores actuales de la imagen de Nuestra América.
El cine de hojalata manipula al espectador y acoteja sus decisiones estilísticas o narrativas –e, igual, la evolución de sus personajes– en razón del objetivo primo de fijar sus pautas a un relato estandarizado, que tanto en esas formas propositivas como en su dimensión ideológica legitima los ejes de la estética del invasor.
Caso contrario, buena parte del séptimo arte regional mostrado en la capital antillana se desprende de cualquier tipo de fórceps, vertebrándose sobre la cartografía moral de un pensamiento crítico nuestroamericano, antineocolonial, libre, digno y soberano.
De ahí, la significación basal del certamen fílmico; he aquí la importancia clave de su subsistencia, en tanto espacio de muestra y conversación pública de esa pantalla con su receptor natural, ese que aúpa sus formas de expresión y confiere la preeminencia ameritada a su caligrafía artística e ideológica.











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