Si en esa suerte de drama de terror sicológico no confeso titulado Salve María (Mar Coll, 2024), el personaje central, María, sufre episodios severos de depresión posparto, que la hacen alejarse de su bebé y establecer extrañas conjeturas que parecen conducirla a barajar la idea del infanticidio, en Sorda (Eva Libertad, 2025), el nacimiento de su hija indicaría un cambio de actitud en la figura protagónica de Ángela.
Sin llegar al grado de incomodidad de Salve María, existen momentos en Sorda cuando resulta exasperante el modo cómo dicha figura protagónica, sin capacidad auditiva desde sus primeros años de vida, reacciona a lo que ella presiente como el nudo gordiano de una compleja aproximación a su hija, en tanto la pequeña y el mundo exterior mayoritario responden a la voz, mientras ella lo hace al silencio modulado por el lenguaje de signos.
Ese dilema, por cierto, nunca lo afrontó con su pareja –él es oyente, como la bebita–, con quien lleva una relación de gran afinidad, casi idílica para ser verdad, hasta el nacimiento de la niña.
Quizá la devoción a mis hijos, en cualquier circunstancia, motive mi complicada conexión con ambos personajes, si bien las penas de Ángela resultan más comprensibles que las de María, en tanto se expresan desde el temor y el dolor de ese ser ladeado por las normativas sociales debido a determinada condición que lo invalida para ajustarse a las pautas de la colmena social.
Ángela siente eso demasiadas veces: no solo en el proceder excluyente de quienes se burlan en la discoteca, o en el grupo escolar de Whatsapp al que no puede entrar, o en la incomunicación durante el parto; además en el contacto con algunas amistades o conocidos, a quienes su pareja insiste en que la miren cuando hable, para que ella pueda entenderlos y no la alejen del diálogo.
Y, exactamente lo anterior; o sea, la manera cómo la película estructura sus sentidos en función de ponernos en el pellejo de ese personaje –defendido convincentemente por Miriam Garlo, sorda en la vida real, hermana de la directora española, y también presente en el corto de 2021, que dio pie al filme–, empina un largometraje que refleja experiencias de una comunidad no oyente hacia la cual pide comprensión y el rompimiento de las barreras sociales.
Alegato humanista sobre la inclusión, el largometraje, sí, precisaba mayor nitidez al definir los contornos de la relación maternofilial, algunas de cuyas expresiones no se justifican, puesto que se sienten caprichosas e impuestas, en la intención de traducir las inseguridades atravesadas por Ángela ante su nueva experiencia.
A dicho filme, exhibido en el Panorama Contemporáneo Internacional, se suman otros que dan voz a la mujer, entre los cuales sobresale el ecuatoriano Hiedra (Ana Cristina Barragán, 2025), Premio Orizzonti al Mejor Guion en Venecia, el cual puede verse como parte de la Competencia Oficial del 46 Festival.
El tercer título de la realizadora (tras la premiadísima Alba y La piel pulpo) se alza sobre la grava de los afectos. Este comentarista no había experimentado las sensaciones que deja esta obra, la cual se abre caminos sensoriales entre el campo de lo real y el contracampo de lo fantástico (o viceversa), desde que vio Pequeña mamá (Celinne Sciamma, 2021).
Hiedra, cinta intimista, delicada, de locuaces primerísimos primeros planos captados por los lentes esféricos de Adrián Durazo, no es una pieza formateada para un amplio consumo mundial, sino para espectadores sensibles, fuera del cauce adocenado del mainstream. Pieza de cámara, diminuta por convicción, sin interés vocinglero, funda su voz narrativa en la constatación de lo poderosa que pueden llegar a ser ciertas complicidades afectivas, como las de Azucena y Julio, dos almas destinadas a encontrarse.









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