Entre insertos documentales de varios de sus crímenes o atentados más notorios, la reciente Un fantasma en la batalla (2025) nos recuerda que, durante la década de los 80 del pasado siglo, la organización vasca eta asesinó a más de 400 personas y que, un decenio después, la Guardia Civil diseñó una operación de contrarrespuesta, en la cual participaron cientos de agentes.
Esa película, dirigida/escrita por el curtido cineasta español Agustín Díaz Yanes, recrea la historia de una de los agentes que se infiltraron en la estructura, como parte de la Operación Santuario, tarea en las sombras que condujo al desmantelamiento de los zulos o de almacenes de armas en Francia, como a la desarticulación final de la cúpula del ente.
Pero antes que –mediante un saldo escénico encomiable– Susana Abaitua encarnase, en el largometraje, a uno de esos topos que contribuyeron a la caída de eta gracias a su aporte de información, otra buena actriz como Carolina Yuste ya había compuesto un personaje similar en La infiltrada (Arantxa Echevarría, 2024). El filme está presente en la Muestra de Cine Español, programada del 5 al 13 de este mes.
Aunque hay diferencias (tanto de morfología como de estilo) entre ambas cintas, sería ideal que el espectador pudiese apreciar las dos, en tanto se complementan en su observación a tales encubiertos: seres con nervios de acero, sangre fría, aislados en su soledad constante, dotados de inigualable capacidad de reacción.
La díada fílmica posee la intención de justipreciar los méritos de esas personas, aunque no se sobrepasa en sobredimensionarlos, romantizarlos o mucho menos hollywoodizarlos; pese a priorizar La infiltrada un formato de thriller que mucho le debe a la escuela estadounidense en la gestión del ritmo o en la tensión narrativa.
La infiltrada constituye un vibrante exponente del género, ganador del primer Goya compartido de la historia a la Mejor Película, junto a la estupenda El 47 (Marcel Barrena, 2024). Para los adoradores de datos, también resulta la película más taquillera del cine español dirigida por una mujer. Mas, lo relevante no es eso, sino que la cinta triunfa, porque engancha y arrastra, con su buen anzuelo narrativo.
Y lo hace, esencialmente, en tanto resultado de una precisa puesta en pantalla, pertrechada de la vista de un lince ibérico al reposar el foco o al encadenar las escenas de introspección y las de acción.
El largometraje sobresale, también, debido a su nervio, agilidad, fluidez narrativa, la composición maciza de la siempre rotunda Carolina Yuste; e, igual, en virtud de la conformación poliédrica de un personaje que –no obstante tener un valor a toda prueba– duda, vacila, teme, se hace preguntas y sabe que en cualquier momento podría recibir un tiro en la nuca, si descubriesen su identidad. Tales hesitaciones y temores lo engrandecen como figura dramática.
La Yuste –quien trabajó con esta directora en Carmen y Lola (2018) y en La familia perfecta (2021)– encarna a la joven agente de la policía española quien, bajo el seudónimo de Arantzazu Berradre Marín, se infiltró a lo largo de ocho años en las filas etarras, para influir de manera significativa en la liquidación, hacia fines de la década de los 90, del Comando Donosti, uno de los más longevos y letales de la organización, activo desde 1969.
Menos rígida que la sostenida por la Abaitua en Un fantasma en la batalla, la interacción con su contacto o jefe en el cuerpo policial –un Luis Tosar que ni pintado para el rol–, coadyuva a desnudar varias de las capas más íntimas de un personaje que sobrevive desde el arduo empeño del camuflaje emocional, al construir un otro yo cimentado sobre la mímesis, el silencio, la captación de las oscilaciones más mínimas del ambiente. Ojo avizor siempre; y entre el machismo patriarcal, a dos bandos, de los etarras y los policías.









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