ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Foto: Fotograma de la Película

Antes del arribo en masa de los para mí invencibles escritores rusos, por años, entre mis muchas predilecciones literarias iniciales figuraron Las mil y una noches y el Decamerón.

Mientras, al paso de la infancia, leía los dos últimos, veía cine a mares, con mucha preferencia por las comedias italianas de los años 60, por medio de las cuales por primera vez nos llegaría la evocación visual de esa conformación biológica inigualable que es el cuerpo de una mujer, mediante aquellos torsos reales de la Cardinale, la Loren, la Schiaffino o la Sandrelli.

De esa cinematografía, más tarde, disfrutaría los acercamientos que al mundo boccacciano estamparan maestros, a la manera de Pier Paolo Pasolini (El Decamerón, 1971) o, con precedencia, Vittorio de Sica, Federico Fellini, Mario Monicelli y Luchino Visconti en Boccaccio '70 (1962), dentro del formato de los –entonces allí tan populares– filmes de sketches o cuentos.

Intuyo que Arturo Sotto compartió experiencias de crecimiento más o menos similares. Lo sugirió, al realizar, en la tierra fervorosa, pasional y amante de Carlos Enríquez, una película como Boccaccerías habaneras (en el Festival de Cine de Verano, a propósito de los diez años de su estreno), que es pura alabanza a la fuerza de la imaginación oratoria para conformar el barro de la ficción, y para disparar la maquinaria de ignición sexual, a través de la erotización de escenarios posibles en territorio de la fantasía.

Él, un creador con mucho cine visto, culto, inteligente, conformó aquí una comedia cinematográfica que, en su momento, supuso bienvenida bocanada de aire fresco en un país donde el género llegó a involucionar al rango de la astracanada, lo cabaretero.

Resulta esta una película en la que, sin dejar de visibilizar problemas nuestros de diverso orden –lo cual es habitual en los filmes del cineasta de Amor vertical–, no nos autohumillamos ni convertimos por gusto propio en objeto de sorna para el exterior; y no se descubre otra vez el Mediterráneo y en la cual –por una vez en la vida, para la época del filme– aparecen algunos rostros bonitos de La Habana.

Boccaccerías… es una auténtica gozada, hecha con libertad, frescura, desenfado, saludable desparpajo y máxima complicidad con los actores, quienes parecen haberse divertido mucho al rodar un filme en el que Sotto campea entre los códigos del género, y en el cual el remate de los gags y el timing son muy acertados.

Lástima que la película se tiente por la obligación hollywoodense de originar circunstancias con olor a cliché; o que pierda coherencia y uniformidad debido al hecho de que el segundo de los cuentos, el más pobre de los tres, no conecte con el resto, con todo que sepamos la no interrelación/unicidad confesa de las tres historias.

Aunados dos de los cuentos por el aliento inspirador de ese torrente imaginativo que fue el Decamerón, el también guionista Sotto cubaniza un ambiente espacial en el que, igual a como les ocurría a los personajes de Boccaccio, la pulsión lúbrica contamina las decisiones humanas, activa el encéfalo e irriga de dopamina, endorfinas y feromonas esa formidable ingeniería de acople que es la especie: de forma singular su versión nativa.

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