
Aprovecho su reciente pase en la televisión cubana para saldar una deuda de la columna: Los Fabelman (Steven Spielberg, 2022), película que toca muy de cerca a todos quienes amamos al cine.
Obra convertida en la visitación al germen del autor, al momento bendito cuando acunaba quimeras que se convertirían en epopeyas cinematográficas, este largometraje representa el testimonio de gratitud, el mensaje de amor del gran director estadounidense a la pantalla; como también a sus padres y a todos quienes de una u otra forma incidieron en su formación.
Al develarnos el relato de su infancia-adolescencia, tiempo este el de sus balbuceos como cineasta, el creador de 77 años no se guarda ninguno de esos grandes e indelebles momentos que lo definieron. Entre ellos figuran la primera vez que mamá y papá lo llevaron a la sala oscura a ver la que para él fue una cinta-premonición: El espectáculo más grande del mundo, de Cecil B.
DeMille; la felicidad de cargar una cámara; el ensueño de las filmaciones adolescentes; el encuentro con el genial John Ford…
Tampoco oculta esas revelaciones dolorosas (conocer la infidelidad matrimonial de su madre); esos percances comunes a los muchachos poco comunes en los colegios (abuso escolar); u otras evocaciones inherentes a las memorias fílmicas, e igual a los documentos testamentarios. Porque, además de crónica familiar u oda al cine, Los Fabelman entra asimismo dentro de la categoría, reservada a unos pocos, del filme-testamento.
De forma curiosa, dado el tema, resulta uno de los filmes menos ampulosos y más contenidamente emotivos del –a veces proclive al desborde–, creador de E.T. y El color púrpura. Él no nos lega acá las estereotipadas «lecciones de vida» de tanto cine hollywoodense, sino sugerencias legítimas de cómo emprender, desde el ardor de las entrañas, esa senda de reivindicación personal de los objetivos, de comprometimiento eterno con las filias que nos definen.
Suerte de recapitulación sentimental en la recta de cierre de una existencia tan fecunda como la suya, o regalo de autoficción que con toda causa se debía, Los Fabelman es una película-fábula construida desde los cimientos de lo íntimo, sobre la argamasa dual de sensibilidad e imaginación.
Es un filme quedo, reposado, intencionalmente desprovisto del ritmo, el tempo y las marcas de agua del cine spielbergiano más visto: en la cuerda de su última parcela creativa, mucho menos escorada hacia lo espectacular que al interior del individuo. Es una obra que deja prendido a sus imágenes el asombro infinito de asistir al espectáculo cinematográfico, pero a la vez la conmoción sin igual de crear para entretener a millones de seres humanos: ello, casi siempre en el caso del director, desde los postulados más válidos.
Y, obviamente, representa también un claro exorcismo personal del talento judío de Ohio –quien personifica en Los Fabelman del título a su propia familia, como conoce el lector–, a cuitas, a traumas pretéritos que le resultaba pertinente resolver sin más dilación; en línea de sangre con las antes comentadas Fue la mano de Dios (Paolo Sorrentino, 2021) y Armageddon Time (James Gray, 2022).
COMENTAR
Responder comentario