Este último martes Teatro del Viento cumplió 21 años. A finales del calendario pasado remarcaron en una jornada las dos décadas que habían celebrado durante todo 2019. Todavía no es tarde para saludar, desde esta columna, una u otra fecha, sobre todo, porque esta agrupación es tenaz y no se detiene en éxitos o aniversarios.
Su nombre permanece asociado, de modo insoslayable, al de su líder, Freddys Núñez Estenoz. Desde el primer momento, en la despedida de los 90 del siglo pasado en Camagüey, tuve la suerte de sentarme al pie de los distintos escenarios donde Freddys se hacía director por sí mismo. Sin previa formación, convirtió los tablados en mucho más que zonas de experimentación, en verdaderos campos de batalla.
Ese origen y la entrega febril a su pasión le facilitaron formar actrices y actores, o terminar de moldearlos. Y con ellos armó un real colectivo que se traduce en disciplina y disposición intachables, así como en visualizar almas y cuerpos vivos en acción a través de un estilo, sobre el cual hemos discutido mucho.
Desde mi visión de espectador crítico, apreciaba, en ocasiones, excesiva formalización y cierta saturación del signo que alteraba la eficacia buscada en la comunicación. Pero, de igual modo, estimaba sus objetivos, su limpieza y orfebrería en la construcción escénica, más el poderío actoral, valga la paradoja.
Un espectáculo icónico de esa primera etapa, en el cual temática y estilización se articulaban con solidez y total coherencia, fue Aceite + vinagre = familia, del propio Núñez como autor, más de una década atrás. Y otro que rompe esa línea y transforma la tipología del acto teatro, para el grupo y sus espectadores, es Los Caballeros de la Mesa Redonda (2016), original del alemán Christoph Hein; aire fresco de realidad que entró por el portón del teatro y se expresó con una nueva libertad en los actores y su intercambio con el público.
Entre esas puestas y luego, muchas más, ejercitaciones algunas en función de objetivos internos, pruebas y procesos en otras que anuncian
modificaciones, fijan un derrotero difícil de abarcar por su intensidad. De ello, y de la raigal pertenencia de sus actores, ofrecen registro documental Teatro vivo (2017), de la realizadora avileña María de Jesús Peruyera, y Tocando el Viento, del agramontino Keiter Castillo (2019). Otro indicador del señorío ganado por Teatro del Viento, en particular en la mitad del país, de Ciego de Ávila para allá, resulta su participación en eventos y temporadas, asesorías de otras agrupaciones, montajes a cargo de Freddys como director invitado, implicación en la academia local, coordinación del Festival de Camagüey y, por supuesto, el nodo en la sala Tassende, multiplicado en centro cultural desde que asumieron dicha sede.
Solo entre 2018 y 2019 tuvieron en repertorio y estrenos, además de espectáculos anteriores, estos que he visto en vivo o filmados: Working sin Progress, Otoño, Heaven-Sola-Cubitas, No tengo saldo, Un hombre en el horizonte… Toda su obra es el habitual y mejor testimonio de existencia y de vida de un grupo esencial en el panorama teatral cubano de los 2000, incansable como el viento.
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