Al final del corto terraplén aguarda el campamento agrícola donde jóvenes de preuniversitario realizan su etapa de escuela al campo, allá por el centro del archipiélago.
Fresca brisa, noche de radiante luna, ambiente de alegría, padres que llegan para ver a sus hijos, hijos que corren en busca del abrazo, golosinas que vienen como anillo al dedo del paladar, anécdotas del acontecer, ocurrente “piquete” disputándose el triunfo sobre las combinaciones de un dominó…
Entonces, inevitablemente, acuden a la memoria aquellas jornadas de escuela al campo, cuando los ahora padres, e incluso abuelos, permanecíamos durante 45 días en campamentos similares: muchas veces en grandes casas de tabaco en cuyo interior el cuje y la aromática hoja daban paso a un verdadero semillero de literas, latas y cubos para el aseo personal, “maletas de palo”, mosquiteros para contrarrestar el aguijonazo del díptero, latas de leche condensada hervida, tostadas de pan, bates, guantes y balones para la recreación…
También permanece en el recuerdo el agotamiento con que solíamos caer en la litera, luego de una doble e intensa jornada de trabajo, en que profesores y guías de campo no perdían ni pie ni pisada durante las labores.
Remembranzas así inundan mi cabeza cuando una palabra de inaceptable y feo calibre me perfora el tímpano.
La palabrota ha salido de la garganta de uno de los estudiantes que juegan dominó, a quien otro —de los curiosos que observa— le sube la parada verbal. Por respuesta solo hay carcajadas. A todas luces, ambas obscenidades son —y tienden a ser cada vez más— “algo normal”, incluso entre muchachitas.
¿Dónde está la reacción inmediata de los profesores?, me pregunto mientras recuerdo que por palabras “menos groseras”, en mis tiempos de estudio-trabajo (y bienvenido sea también por siempre ese principio martiano), te ganabas un vergonzoso regaño o te enviaban hacia la casa para que volvieras con tus padres…
Nada de eso ocurre en ese instante, lo cual no significa que en otros momentos y lugares no haya habido respuestas enérgicas y educativas.
Pero decir obscenidades se ha convertido en una práctica lamentablemente recurrente en un segmento de adolescentes y jóvenes.
Por el énfasis con que algunos —y algunas— profieren esas palabras, no hay duda que hasta prevalece cierta satisfacción. Como si el mal gusto hubiera pasado a ser en estos tiempos el último grito de la moda.
¿Hacia dónde vamos, si padres (principales responsables de esa deformación), familiares, profesores, vecinos y sociedad en general, permitimos que la obscenidad campee a sus anchas ?
Todo adolescente y todo joven hace mal lo que mal le permitimos hacer. Si dentro de ciertos hogares hay tolerancia o indiferencia ante tales “microbios” del habla, ni la escuela, ni las demás instituciones de la sociedad tienen por qué ser víctimas y mucho menos permitir esa indeseable tendencia.
Absolutamente nada valen el último peinado, tejidos exclusivos, el perfume más caro, lunares naturales o “presillados”, uñas postizas, incluso ni sobresalientes notas docentes, si al abrir la boca le sobrevienen náuseas a quien escucha.
¿Es, de verdad, eso lo que deseamos para los hijos? ¿Es realmente eso lo que nuestros hijos deben transmitirles a sus descendientes?
Me uno a quienes no lo aceptan, aun cuando alguien, tal vez más “moderno”, nos considere “arcaicamente” anclados a aquellos tiempos , cuando bajo el techo de la casa, de la escuela y del espacio público no había la menor cabida para groserías y obscenidades.
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yadilka dijo:
1
24 de abril de 2015
11:57:56
pastor dijo:
2
24 de abril de 2015
16:04:45
la cienfueguera dijo:
3
24 de abril de 2015
16:27:54
aurelio dijo:
4
24 de abril de 2015
23:43:41
Addis Febles dijo:
5
25 de abril de 2015
04:26:13
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