En círculos de la izquierda suele aparecer una mirada catastrofista sobre las plataformas digitales. Se sublima su fuerza, y se las concibe como una maquinaria incontrolable, capaz de modelar conciencias, embrutecer a los jóvenes, ahogarnos en el odio, polarizar comunidades y anular toda forma de pensamiento crítico. En esa lectura fatalista, la red aparece como un territorio ya conquistado por la derecha y sus algoritmos, un espacio perdido para la disputa cultural.
Pero se olvida la lógica gramsciana de la construcción de hegemonía: los valores que logran circular y enraizarse en la red son aquellos que encuentran una organización social que los sostenga. Si esos valores son emancipadores, la red puede amplificarlos; si son reaccionarios, los consolidará. En última instancia, el campo digital no es el enemigo, sino el escenario contemporáneo en el que se libra la batalla por el sentido común. La tarea, diría Gramsci, no es renunciar al espacio, sino construir poder cultural dentro de él.
El caso de Zohran Mamdani desmonta el determinismo tecnológico del llamado apocalipsis digital, tan nocivo y desmovilizador como su opuesto: el mito tecnófilo que predica que en internet reside la fuente de todo progreso.
Musulmán, socialista y de origen ugandés e indio, Mamdani ganó la alcaldía de Nueva York, la ciudad más mediáticamente feroz y emocionalmente marcada por el trauma de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Se habla hasta el cansancio de su victoria contra todo pronóstico y de los enormes desafíos que tiene por delante para gobernar, pero hay consenso en que su triunfo no fue un milagro digital, sino la restauración de la política pensada desde la lógica de la organización y la movilización.
Mientras otros candidatos invertían millones en publicidad segmentada para los medios y consultorías de marketing digital, su campaña levantó una red de más de 25 000 voluntarios, en su mayoría jóvenes, que recorrieron los cinco distritos en lo que ya se considera la mayor operación de campo en la historia electoral de la ciudad.
En las últimas semanas de la contienda, esa estructura tocó más de 1,8 millones de puertas y realizó cerca de tres millones de llamadas. Cada conversación era un acto político y, a la vez, una forma de reparación: hablar con vecinos, escuchar, y explicar políticas para recomponer el tejido social de una ciudad desconfiada, fragmentada y contaminada por el discurso del odio contra el islam. En barrios como Bushwick, Jackson Heights o el Bronx, los equipos se organizaron en asambleas vecinales y círculos de formación política, combinando el uso de plataformas digitales para coordinar la acción territorial con la inmemorial práctica del contacto directo.
El triunfo de Mamdani no debe interpretarse como la coronación de un nuevo influencer progresista, sino como el probable ocaso de esa figura. La ciudadanía ya no busca ídolos, sino interlocutores. La viralidad, sin arraigo y sin referentes éticos, termina en el olvido; la política, en cambio, conecta a los seres humanos, favorece la participación y permite que la sociedad se proyecte hacia adelante como una posibilidad de emancipación del hombre (y de la mujer), sueño postergado del viejo Marx.
Habrá que ver si el socialista Mamdani logra gobernar en una ciudad atravesada por intereses financieros muy poderosos, pero debe reconocerse a su campaña que, en la era del espectáculo y el odio irracional, el verdadero acto de rebeldía en Nueva York haya sido volver a creer en la conversación. Y comprender que las redes son instrumentos ineludibles en esta época, pero no sus estructuras; y que, sin organización, la política pierde el rumbo.















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