Desde
que figuró entre los fundadores y redactores principales del Papel
Periódico de La Habana en 1791, hasta su fallecimiento el 30 de
marzo de 1849, la vida del sabio Tomás Romay Chacón estuvo vinculada
a importantes sucesos que marcaron hitos en el desarrollo de la
sociedad cubana de la época, bajo la tutela del colonialismo
español.
Tras obtener el título de doctor en medicina en la
Universidad de La Habana en junio de 1792, Romay estuvo entre los
miembros más prominentes de la Real Sociedad Económica de Amigos del
País, de la cual llegó a ser su director en 1842.
Dentro de esta prestigiosa institución fue el
representante por excelencia de los proyectos de modernización de la
enseñanza de la medicina en Cuba, al introducir nuevos métodos
basados en la observación y la práctica, además de promover el
aprendizaje con renovadores conceptos de la clínica y la anatomía.
Su nombre cobra notoriedad dentro de la naciente
intelectualidad de la pujante burguesía criolla cuando el 5 de abril
de 1797, y ante los integrantes de la mencionada Real Sociedad, da
lectura a su trabajo Disertación sobre la fiebre amarilla llamada
vulgarmente vómito negro, enfermedad epidémica en las Indias
Occidentales.
La obra constituye el primer estudio científico
sobre la fiebre amarilla publicado en el país, y por la cual un año
después resulta elegido Académico Corresponsal de la Real Academia
de Medicina de Madrid.
Con el apoyo del obispo Juan José Díaz de Espada, se
opuso a la práctica de enterrar los cadáveres en las iglesias y
dentro del perímetro urbano, por considerarla poco higiénica. Así
impulsó la construcción del primer cementerio que tuvo La Habana, el
de Espada, inaugurado en 1806.
Pero el hecho que inmortalizó su nombre fue el haber
introducido y difundido la vacuna contra la viruela en Cuba. Apenas
cuatro años después de ser descubierta por el científico inglés
Edward Jenner, Tomás Romay la aplica por primera vez el 12 de
febrero de 1804 (acaba de cumplirse el 205 aniversario), a pesar de
la fuerte oposición de quienes descalificaban el novedoso
procedimiento.
En un histórico gesto de valor y fe en sus
conocimientos, vacunó a sus dos pequeños hijos y luego en una
demostración pública les inoculó el pus de un paciente con viruela,
para demostrar a sus detractores que una persona vacunada no
contraería la enfermedad aun cuando se le introdujera el virus
activo de un individuo atacado por ese flagelo.
A lo largo de casi cuatro décadas y consciente de su
responsabilidad social como médico y científico, aplicó la vacuna
antivariólica en todo el país y logró inmunizar a decenas de miles
de personas.
Considerado el iniciador del primer movimiento
científico que se desarrolló en la Cuba colonial, Romay figura
"entre los hijos de este suelo que han servido con gloria a las
ciencias, ilustrando al país y honrando a la humanidad", como
merecidamente lo calificó el doctor José Nicolás Gutiérrez, otro de
los grandes de la medicina de la mayor de las Antillas en el siglo
XIX.