Quienes han descubierto propuestas de interés, incluso algunas
sobresalientes, de la filmografía sudco-reana mediante los panoramas
internacionales de los Festivales de Cine de La Habana, la
programación de la Cinemateca de Cuba y en espacios de la televisión
abiertos a la diversidad cultural, quedaron estupefactos al
confrontar durante las últimas semanas la otra cara de la moneda en
las novelas extranjeras que ocupan un lugar en las noches del Canal
Habana.
Todo quedaría reducido al nada estrecho ámbito de la capital si
no fuera porque el fenómeno de las telenovelas sudcoreanas
rápidamente ha trascendido al mercado audiovisual que prolifera a lo
largo y ancho del país, multiplicado en copias pirateadas de
urgencia que se venden junto a discos, compendios de películas,
telenovelas y reality shows de similares cánones estéticos.
Alguien dirá que la oferta responde a la demanda y habrá en otro
momento que analizar desde una perspectiva sociocultural más amplia,
que incluya también factores económicos, cómo y por qué en el
imaginario de ciertos sectores de la población, incluyendo a no
pocos jóvenes, se reproducen patrones de gusto promovidos por la
industrias culturales hegemónicas y dirigidos mayoritariamente a las
grandes masas de las comunidades periféricas de los centros de
poder.
Las dos telenovelas sudcoreanas de marras —La reina de las
esposas y Mi bella dama, títulos escogidos para su
circulación en América Latina y que denotan un mimetismo pedestre—
se dan la mano con las producciones audiovisuales de los llamados
canales hispanos dominados por el capital norteamericano.
Desmontemos Mi bella dama. La trama gira en torno al
previsible romance entre una rica heredera y su mayordomo, la
oposición del abuelo de aquella y las intrigas de los subordinados
de este para apoderarse del emporio. Mensaje obvio: el amor conduce
a la nivelación de clases; el viejo lema Usted puede tener un
Buick redivivo.
La heredera, majadera e insoportable, no solo termina en los
brazos del mayordomo —que de paso borra su pasado delictivo—, sino
aprende y se redime. Burda versión de La fierecilla domada.
La servidumbre respira felicidad. Los malos reciben lecciones. La
empresa florece. Treinta cambios de traje en cada capítulo. Otro
mensaje obvio: estése tranquilo, que usted también puede acceder al
glamour.
Pop adormecedor, machacón y baladí en la banda sonora.
Actuaciones esquemáticas. Edulcorados primeros planos y close up.
Cero erotismo, insulsos abrazos y apenas besos robados.
En fin, una operación mediante la cual la sensibilidad es
desplazada por la sensiblería, los sentimientos por el
sentimentalismo y la realidad por la más ramplona fantasía.
A estas alturas, alguien también dirá: será un producto barato
pero entretiene, y no hay violencia, ni temas escabrosos ni cosas
feas.
Cada cual, de acuerdo con su gusto y posibilidades, es libre de
consumir lo que le plazca. Sabemos que revertir o al menos asumir
críticamente determinados patrones del gusto, como apuntábamos
antes, implica esfuerzos, empeños y procesos de educación y
reorientación estética a los cuales, por muy complejos que sean, no
debemos renunciar.
Pero que una televisora de servicio público promueva y propicie
la difusión de productos anticulturales resulta inadmisible.