Los buenos sentimientos solo sirven para hacer mala literatura, 
			dijo André Gide en tiempos en que no existía el reality show, 
			ese producto que aún sigue desembarcando de manera subrepticia en 
			nuestras playas, no obstante haber sido bombardeado en sus países de 
			origen por mentes lúcidas avergonzadas de que, "los buenos 
			sentimientos", sean materia prima para elevar índices de audiencias 
			sustentados en la manipulación y la sensiblería.
			Lo cursi se suele caracterizar por llevar la sensibilidad al 
			paroxismo, pero no necesariamente la acepción tiene que ser 
			peyorativa.
			Gómez de la Serna, vanguardista de probadas calidades, aseguraba 
			que Juan Ramón Jiménez era un cursi de la poesía. Pudiera parecer un 
			tremendismo, pero lo cierto es que leyendo al autor de Platero y 
			yo se aprecia, además de su grandeza, la tendencia cursi, sobre 
			todo en sus primeras poesías, marcadas por el refinamiento y los 
			sutiles estados líricos (nunca dejó el maestro de pulir, y hasta de 
			descartar, para nuevas ediciones de sus libros).
			Otro tipo de cursi, sin duda, Juan Ramón.
			En los primeros años de la República floreció un discurso 
			político pretencioso y hasta neoculterano para expresar ideas que po-dían 
			comunicarse de manera más sencilla. Nacía el cursi de tarima, capaz 
			de dejar en el electorado analfabeto la convicción de "qué bonito 
			habla ese hombre, pero qué estará diciendo".
			La perdición de los cursis es la sensiblería y la lágrima fácil.
			Se aprecia a ratos en cualquier fragmento de telenovela foránea.
			Mucho se ha escrito acerca del gusto del espectador latino para 
			que lo hagan sufrir frente a la radio, o la pantalla.
			Respeto tales gustos, pero fueron tantas las angustias de 
			muchacho viendo a Libertad Lamarque (estrujando pañuelitos) y las 
			novelas del jabón Hiel de Vaca, que huyo como alma que se lleva el 
			diablo ante cualquier intento cursi de arrancarme el lagrimón.
			Conmoverse y hasta llorar frente a una obra artística puede ser 
			grandioso, pero, a esta altura, no mediante fórmulas de 2 x 4. ¡Qué 
			trabaje de verdad el creador que quiera lograrlo!
			Lo cursi puede perseguirnos como una sombra irreconocible.
			Hace años mi hijo me dijo que la única forma de no ser cursi a la 
			hora de enamorar, era no hablando.
			Pero, al menos en mi tiempo, quien no hablaba, no llegaba. 
			La moda ye-ye fue la versión cursi de la beatlemanía.
			Y el reguetón, a veces, una elaboración cursi del machismo y la 
			guapería.
			Lo cursi revolotea. Y hasta se puede ser cursi, hablando de lo 
			cursi.