Como cualquier historia real, La Venus negra se pudo
filmar de diferentes maneras y estilos, pero el resultado final
––por lo infrahumano de sus hechos verificables–– siempre hubiera
sido estremecedor.
La
Venus negra se presenta como parte del XIV Festival del Cine Francés
en Cuba.
Mucho más que estremecer, sin embargo, busca su director, el
franco tunecino Abdellatif Kechiche, bien conocido en nuestro país,
entre otras cintas por la cáustica La culpa la tiene Voltaire,
premiada en el Festival de Venecia y en la que desplegaba una
temática recurrente en su obra y vista nuevamente en La Venus
negra: las dificultades del individuo para integrarse a una
sociedad que lo considera diferente y, por ende, lo discrimina.
Está claro que a doscientos años de la fanfarria exhibicionista
moviéndose entre Londres y París para permitir ver y tocar a la
"mujer fenómeno", Kechiche pretende que el espectador de hoy asista
al mismo espectáculo presentado en aquel entonces a un público de
todas las categorías y sensibilidades.
De ahí que, sin pudores, no tape nada ante nuestros ojos y hasta
insista en ofrecer matices diferentes en escenas bastante similares
relacionadas con el espectáculo que, aun en su tiempo, recibió
calificativos de indignante.
Después de haber sido invitados al juego del voyeur al que se le
promete lo nunca visto, una cierta incomodidad comienza a dominarnos
al comprobar que estamos ante una historia en la que la condición
humana termina reducida a cero (en una de las mejores recreaciones
de la película, el "fenómeno africano" actúa en una fiesta de
disipados hedonistas parisinos que disfrutan del espectáculo, hasta
que uno de ellos se da cuenta que la mujer llora en silencio
mientras se le suben encima y la tocan; entonces el grupo reacciona,
hay un atisbo de que se trata de un ser humano, y ya nadie quiere
participar).
La Venus negra es la historia de Saartije Baartman, una
surafricana que en los primeros años del siglo XIX se trasladó a
Londres junto a su patrón con el propósito de actuar como artista,
pero que luego fue reducida a la condición de animal de feria. Era
de la etnia hotentote y padecía de esteatopigia (grasa en los
glúteos) y de hipertrofia en sus órganos sexuales, algo que, según
se afirma, es un síntoma que presentan mujeres de algunas tribus
africanas después de tener un hijo.
La ciencia también se ocupó de ella y el mayor ultraje de todos
los que conoció la mujer tuvo lugar cuando tras su fallecimiento los
investigadores compraron el cuerpo y lo diseccionaron tratando de
sustentar teorías racistas de las que, en su momento, se sirvieron
incluso los nazis. Hasta 1976 la Venus Hotentote se estuvo
exhibiendo en el Museo del Hombre en París, y en el 2002 el gobierno
de Nelson Mandela reclamó los restos, los cuales fueron honrados,
antes de ser inhumados en su pueblo natal.
Dos horas y cuarenta minutos quizá sean demasiado para La
Venus negra y solo se justifican por la intención del director
de mostrar la evolución de su personaje central y, principalmente,
porque la debutante cubana Yahima Torres tiene un desempeño tan
convincente y lleno de matices que resulta casi imposible renunciar
a algunas escenas, como la del periodista que la entrevista,
redundante en cuanto a propiciar información, pero efectiva en el
retrato humano que se ha venido tejiendo y cuya intención, a no
dudarlo, es desnudar hasta el fondo el alma de la mujer desnuda.
El personaje de Yahima Torres resulta mucho más rico y complicado
de lo que pudiera parecer en un primer momento: no es una esclava,
pretende ser una artista y no una especie de lo que años más tarde
sería El Hombre Elefante, es sumisa y a la vez rebelde, se
relaciona de manera diferente con los dos "directores de escena" que
la explotan y a ratos la miman como a la gallina de los huevos de
oro, se integra como una más cuando se ve obligada a ejercer la
prostitución; mira y observa entre tragos y aunque habla poco se
percata de todo, y en su exclusión social y en su dolor tragado a
sorbos se convierte en un personaje tan contemporáneo como esos
inmigrantes que hoy día son víctimas de la discriminación y el
racismo legados por el colonialismo.
Una buena y sensible película sin duda que ––no obstante la
obsesión estilística de su director por mostrarnos cada peldaño
hasta el infierno–– se hubiera beneficiado con veinte minutos menos.