SANTO
DOMINGO.— Ya en su recta final, el IV Festival de Cine Global sigue
presentando buenas películas, junto a seminarios y talleres donde se
abordan los aspectos más diversos de una industria amenazada, cada
vez más, por el peso aplastante del puro espectáculo.
Craig Tanner, presidente de Digital Revolution Studios y quien
fuera editor de efectos especiales en Avatar, habla del
"sentido de profundidad de campo y de perspectivas" en ese tipo de
filmes y asegura que el futuro del cine pertenecerá, casi por
completo, a la Tercera Dimensión.
Un planteo que trae aparejado la euforia ante el desarrollo
tecnológico y al mismo tiempo la preocupación de que la máquina de
entretenimiento mate lo más definitorio del arte (sin olvidar que
"lo mejor y más caro" solo podrá ser asumido por las grandes
cinematografías, que no por gusto el costo de producción de
Avatar rondó los 300 millones de dólares).
Es cierto que con cada adelanto técnico hubo creadores que, en un
principio, no estuvieron del todo de acuerdo. Sucedió con la llegada
del sonoro y con el paso definitorio al color. Pero está por ver si
la Tercera Dimensión, que hasta ahora entusiasma más por su
contundencia visual que por el contenido de las ideas, sería capaz
de asumir las honduras de un Bergman o un Buñuel.
El quid radica, por los menos en los días que corren, en que el
costo de producción obliga a buscar una amplia audiencia integrada,
en lo fundamental, por un espectador joven internacionalmente
seducido por el factor "espectáculo".
Pudo verse la última sensación en taquilla del cine argentino
(que debe estar en el Festival de La Habana), Carancho, de
Pablo Trapero, un thriller policiaco que trae en los papele
protagónicos a Ricardo Darín y a Martina Gusman.
Trapero, que debutó en el largometraje en 1999 con el recordado
Mundo grúa, demuestra que los años transcurridos lo dotaron
de una profesionalidad indiscutible para contar esta historia de
realismo sucio en la que Darín es un abogado en declive, a lo
Raymond Chandler, que pertenece a una banda que estafa a pobres
víctimas de los accidentes del tránsito. Y en el centro, una
historia de amor trágico. Es cierto que hay no pocas influencias del
cine norteamericano, pero el argentino funde con acierto el
trasfondo social de su argumento a una historia de ritmo sostenido,
cuyo punto más discutible sea quizás el final aleccionador y no poco
tremendista.
Y mientras Martí, el ojo del canario, continúa
eshibiéndose con éxito en diversa salas del país, el documental
Tras las huellas de mis ancestros: La historia oculta de Nueva
Inglaterra, es un emotivo testimonio realizado por una mujer que
un buen día descubre que sus antepasados fueron los mayores
comerciantes de esclavos en la historia de los Estados Unidos.
Katrina Browne, junto a hermanos y primos, sigue la llamada Ruta
del Esclavo, que operó desde África Occidental hacia el Caribe y las
colonias norteamericanas, desde finales del siglo XVI hasta el XIX.
Se entera entonces que su familia, los De Wolf, poseyeron 47 barcos
y que tras la prohibición de la práctica en Estados Unidos
continuaron transportando esclavos de África hacia Cuba, país que
también visita.
Hacia 1812 los De Wolf eran propietarios de más buques que la
Marina de los Estados Unidos y James De Wolf se convirtió en senador
y en el segundo hombre más rico de esa nación.
Tras nueve años de investigación y de haber descubierto el origen
de sus privilegios económicos, Katrina Browne dijo que realizar el
documental fue algo "liberador, sanador y a veces muy difícil".
También dijo, durante la premiere de esta sensible película, que
su familia había presentado profundos sentimientos de conciencia y
se estaba enfrentando a preguntas tales como "¿quién, asumiendo que
alguien lo haría, debería ofrecer reparación material y espiritual a
los descendientes de los esclavos? ".