Campamento de Dos Ríos, 18 de mayo de 1895.
Sr. Manuel Mercado
Mi
hermano queridísimo: Ya puedo escribir, ya puedo decirle con qué
ternura y agradecimiento y respeto lo quiero, y a esa casa que es
mía y mi orgullo y obligación; ya estoy todos los días en peligro de
dar mi vida por mi país y por mi deber —puesto que lo entiendo y
tengo ánimos con que realizarlo— de impedir a tiempo con la
independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados
Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de
América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso. En silencio ha
tenido que ser y como indirectamente, porque hay cosas que para
lograrlas han de andar ocultas, y de proclamarse en lo que son,
levantarían dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas
el fin.
Las mismas obligaciones menores y públicas de los pueblos —como
ese de Vd. y mío,— más vitalmente interesados en impedir que en Cuba
se abra, por la anexión de los imperialistas de allá y los
españoles, el camino que se ha de cegar, y con nuestra sangre
estamos cegando, de la anexión de los pueblos de nuestra América, al
Norte revuelto y brutal que los desprecia,—les habrían impedido la
adhesión ostensible y ayuda patente a este sacrificio, que se hace
en bien inmediato y de ellos.
Viví en el monstruo, y le conozco las entrañas:—y mi honda es la
de David. Ahora mismo, pues días hace, al pie de la victoria con que
los cubanos saludaron nuestra salida libre de las sierras en que
anduvimos los seis hombres de la expedición catorce días, el
corresponsal del Herald, que me sacó de la hamaca en mi rancho, me
habla de la actividad anexionista, menos temible por la poca
realidad de los aspirantes, de la especie curial, sin cintura ni
creación, que por disfraz cómodo de su complacencia o sumisión a
España, le pide sin fe la autonomía de Cuba, contenta sólo de que
haya un amo, yanqui o español, que les mantenga, o les cree, en
premio de oficios de celestinos, la posición de prohombres,
desdeñosos de la masa pujante,—la masa mestiza, hábil y conmovedora,
del país,—la masa inteligente y creadora de blancos y de negros.
Y de más me habla el corresponsal del Herald, Eugenio Bryson:—de
un sindicato yanqui—que no será—con garantía de las aduanas, harto
empeñadas con los rapaces bancos españoles, para que quede asidero a
los del Norte;—incapacitado afortunadamente, por su entrabada y
compleja constitución política, para emprender o apoyar la idea como
obra de gobierno. Y de más me habló Bryson,—aunque la certeza de la
conversación que me refería, sólo la puede comprender quien conozca
de cerca el brío con que hemos levantado la Revolución,—el desorden,
desgano y mala paga del ejército novicio español,—y la incapacidad
de España para allegar en Cuba o afuera los recursos contra la
guerra, que en la vez anterior sólo sacó de Cuba.—Bryson me contó su
conversación con Martínez Campos, al fin de la cual le dio a
entender éste que sin duda, llegada la hora, España preferiría
entenderse con los Estados Unidos a rendir la Isla a los cubanos.—Y
aún me habló Bryson más: de un conocido nuestro y de lo que en el
Norte se le cuida, como candidato de los Estados Unidos, para cuando
el actual Presidente desaparezca, a la Presidencia de México.
Por acá yo hago mi deber. La guerra de Cuba, realidad superior a
los vagos y dispersos deseos de los cubanos y españoles
anexionistas, a que sólo daría relativo poder su alianza con el
gobierno de España, ha venido a su hora en América, para evitar, aún
contra el empleo franco de todas esas fuerzas, la anexión de Cuba a
los Estados Unidos, que jamás la aceptarán de un país en guerra, ni
pueden contraer, puesto que la guerra no aceptará la anexión, el
compromiso odioso y absurdo de abatir por su cuenta y con sus armas
una guerra de independencia americana.
Y México, ¿no hallará modo sagaz, efectivo e inmediato, de
auxiliar, a tiempo, a quien lo defiende? Sí lo hallará,—o yo se lo
hallaré.— Esto es muerte o vida, y no cabe errar. El modo discreto
es lo único que se ha de ver. Ya yo lo habría hallado y propuesto.
Pero he de tener más autoridad en mí, o de saber quién la tiene,
antes de obrar o aconsejar. Acabo de llegar. Puede aún tardar dos
meses, si ha de ser real y estable, la constitución de nuestro
gobierno, útil y sencillo. Nuestra alma es una, y la sé, y la
voluntad del país; pero estas cosas son siempre obra de relación,
momento y acomodos. Con la representación que tengo, no quiero hacer
nada que parezca extensión caprichosa de ella. Llegué, con el
General Máximo Gómez y cuatro más, en un bote en que llevé el remo
de proa bajo el temporal, a una pedrera desconocida de nuestras
playas; cargué, catorce días, a pie por espinas y alturas, mi morral
y mi rifle;—alzamos gente a nuestro paso; —siento en la benevolencia
de las almas la raíz de este cariño mío a la pena del hombre y a la
justicia de remediarla; los campos son nuestros sin disputa, a tal
punto, que en un mes sólo he podido oír un fuego; y a las puertas de
las ciudades, o ganamos una victoria, o pasamos revista, ante
entusiasmo parecido al fuego religioso, a tres mil armas; seguimos
camino, al centro de la Isla, a deponer yo, ante la revolución que
he hecho alzar, la autoridad que la emigración me dio, y se acató
adentro, y debe renovar conforme a su estado nuevo, una asamblea de
delegados del pueblo cubano visible, de los revolucionarios en
armas. La revolución desea plena libertad en el ejército, sin las
trabas que antes le opuso una Cámara sin sanción real, o la
suspicacia de una juventud celosa de su republicanismo, o los celos,
y temores de excesiva prominencia futura, de un caudillo puntilloso
o previsor; pero quiere la revolución a la vez sucinta y respetable
representación republicana,—la misma alma de humanidad y decoro,
llena del anhelo de la dignidad individual, en la representación de
la república, que la que empuja y mantiene en la guerra a los
revolucionarios. Por mí, entiendo que no se puede guiar a un pueblo
contra el alma que lo mueve, o sin ella, y sé cómo se encienden los
corazones, y cómo se aprovecha para el revuelo incesante y la
acometida el estado fogoso y satisfecho de los corazones. Pero en
cuanto a formas, caben muchas ideas, y las cosas de hombres, hombres
son quienes las hacen. Me conoce. En mí, sólo defenderé lo que tengo
yo por garantía o servicio de la Revolución. Sé desaparecer. Pero no
desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad. Y en
cuanto tengamos forma, obraremos, cúmplame esto a mí, o a otros.
Y ahora, puesto delante lo de interés público, le hablaré de mí,
ya que sólo la emoción de este deber pudo alzar de la muerte
apetecida al hombre que, ahora que Nájera no vive donde se le vea,
mejor lo conoce y acaricia como un tesoro en su corazón la amistad
con que Vd. lo enorgullece.
Ya sé sus regaños, callados, después de mi viaje. ¡Y tanto que le
dimos, de toda nuestra alma, y callado él! ¡Qué engaño es éste y qué
alma tan encallecida la suya, que el tributo y la honra de nuestro
afecto no ha podido hacerle escribir una carta más sobre el papel de
carta y de periódico que llena al día!
Hay afectos de tan delicada honestidad...
Al día siguiente,
19 de mayo de 1895, Martí cae en combate en Dos Ríos.