Chamaco

ROLANDO PÉREZ BETANCOURT
rolando.pb@granma.cip.cu

Apoyado en una sólida obra teatral, Juan Carlos Cremata entrega en Chamaco el que por mucho puede ser considerado su filme más trascendente y que fue exhibido, en función especial, en la Novena Muestra de Jóvenes Realizadores

Juan Carlos Cremata, realizador de Chamaco.

La pieza escrita por Abel González Melo posee ingredientes para el triunfo, tanto por su narración limpia de hojarascas costumbristas en una historia de trascendencia universal, como por la forma en que arma la maquinación de su tragedia. Teatro sí, pero también con un aliento cinematográfico sostenido por reveladores flashbacks (muy bien asumidos en el filme) y una impronta ocultadora de lo "que vendrá" (para no recurrir al socorrido "suspenso", que suele asociarse solo a la manera de ser concebido por Hitchcock).

Tragedia al mejor estilo griego con el fantasma del Pasolini que se nutría de las miserias de las capas marginales de su sociedad y que tanta rabia les daba a los burgueses, porque decían que la Italia que exportaba el cineasta hacía pensar en una nación podrida, olvidando que en cualquier país, en cualquier época y sistema, pueden coincidir lo mismo lo humano (terrible) con lo mejor y hasta lo divino.

Los enredos carnales de Chamaco, con un padre que se acuesta con el asesino de su hijo, quien a su vez vive con la hermana de su víctima y es acosado sexualmente por un tío político, remite de cierta forma al clásico por excelencia de la tragedia griega, Edipo Rey, de Sófocles, quien, cuatrocientos años antes de nuestra era, matrimonia al protagonista de la historia con su madre después de haberle dado muerte, involuntariamente, a su propio padre.

Enredos de la carne que en el caso de Chamaco, con un subrayado en las relaciones homosexuales, aúna el drama de ribete existencial con un trasfondo social implícito, pero no decisivo. De ahí que esta historia pueda ser plantada en cualquier ciudad del mundo con personajes surgidos de las propias entrañas de ese mundo, lo que no quita —y no podía ser de otro modo— para que el ojo presto de los autores beba en elementos disfuncionales de nuestro entorno, como son, entre otros, la doble moral y el extraviado sentido de la vida —incluido el aplastamiento espiritual— que en ciertas personas provocan las dificultades económicas y materiales.

Los que estén pensando en una crónica sociológica de connotación realista-fotográfica se equivocan. Aquí había argumento para darle entrada lo mismo a la risa fácil que al machacamiento de lo sórdido. Hubiera sido muy fácil: un joven es asesinado de madrugada en el Parque Central y el primero en revisar el cadáver es un travesti que espera por su pareja, un policía corrupto. El crimen lo ejecuta el joven protagonista, un muchacho que vende su cuerpo a cualquier precio.

Al final de la trama habrá otra muerte y con ella se sellará —de nuevo los griegos— el concepto de la violencia como catarsis purificadora de la tragedia. Y ahí radica en buena medida el gran mérito y la belleza de la obra y de la película de Cremata: en actualizar lo que pudiera considerarse una vieja recurrencia moral del teatro, e impregnarle una fuerza dramáticamente convincente en su condición de transformación humana, en especial en lo referido a los dos personajes protagónicos, el asesino y el padre de la víctima.

Parecerá extraño a los que no han visto el filme, pero al final quedará en el espectador la sensación de haber asistido a una historia muy fuerte, terrible, y a la vez hermosa y hasta optimista.

Excepto los primeros minutos de la escena inicial, con algo de representación teatral, y no obstante alguna que otra sostenida toma frontal nada criticable, Chamaco es asumida cinematográficamente en el mejor sentido del término. La fotografía, imaginativa y en función de subrayar los elementos del drama, cobra una importancia decisiva junto a la música y se corona con la recreación de la escena final, justo hasta la cual el realizador es capaz de mantener en suspenso el desenlace. Los diálogos son directos y efectivos y los siempre peligrosos monólogos encargados de desnudar el alma, son asumidos con sensibilidad por parte de los actores.

Actores en estado de gracia sin los cuales Chamaco no sería lo que es, y entre los cuales hay que destacar, en primerísimo lugar, a Aramís Delgado, como el padre del joven ultimado, y a Fidel Betancourt, como el asesino, toda una revelación cinematográfica este último.

Trascenderá Chamaco, sin duda, y los espectadores podrán apreciarlo en su momento, porque lo exhibido fue solo una copia de trabajo proyectada para la ocasión.

 

| Portada  | Nacionales | Internacionales | Cultura | Deportes | Cuba en el mundo |
| Opinión Gráfica | Ciencia y Tecnología | Consulta Médica | Cartas | Especiales |

SubirSubir