Ningún nombre refulge tanto hoy dentro de la novísima dramaturgia
cubana como el de Yerandy Fleites Pérez (Ranchuelo, 1982). Graduado
del Instituto Superior de Arte y en la actualidad profesor de esa
academia, acumula a sus 26 años premios importantes como el Milanés
y el Calendario. Este último galardón lo mereció con Jardín de
héroes (Editora Abril, 2009), obra que llega a la Sala Adolfo
Llauradó de la mano del Estudio Teatral La Chinche, dirigida por
Lizette Silverio.
Volver a los mitos de la Grecia antigua ha sido una tentación
perenne en la literatura. Dramaturgos cubanos como Antón Arrufat,
Reinaldo Montero y Abelardo Estorino han recorrido esos senderos con
singular maestría. Yerandy da un nuevo giro tras conmemorarse seis
décadas del estreno en 1948 de la gran Electra Garrigó de
Virgilio Piñera. Lo hace leyendo la tradición y reubicando su
historia en la Isla.
Ajenos a la divinidad que la tragedia clásica impone, expuestos a
la intemperie cotidiana, los personajes de Jardín de héroes
ansían resolver sus vidas despojados de dogmas. No creen en las
profecías sino en sus propios cuerpos, en su inteligencia más que en
su linaje, en el destino que como amantes u obreros consigan
labrarse. Sueñan con tener hogar, pareja, hijos, en un espacio
desprovisto de retórica y falso estoicismo.
Agamenón ha muerto. Clitemnestra y su amante Egisto se han
encargado de aniquilarlo. Orestes regresa como hijo pródigo y
asesina a Egisto. Electra no participa de los crímenes directamente
y, sin embargo, saca el mayor provecho de la demencia de la madre,
de la urgencia del hermano por restablecer el orden, de la fidelidad
del Mensajero a quien engatusa y manipula. Ella deviene así genio
intelectual, se lava las manos y hereda la casa, la casta, la
libertad. En un rapto de lucidez concluye: "Solo hay un modo de
matar a un héroe: aceptarlo".
El montaje de Lizette Silverio nace como una coreografía donde
los personajes van recombinándose constantemente. Sobre un plano
inclinado que asciende hacia la invisible mansión de los Atridas,
los actores escalan y crean niveles. Me entusiasma la idea de que
todos, sentados en bancos alrededor de la plataforma, funcionan como
testigos, pero el ámbito escénico es demasiado elemental. Quizás ese
decorado mínimo solicita un diseño de luces más concentrado y
sugerente, con paisajes cromáticos más ajustados al incontenible
progreso de la fábula. También el ritmo se resiente en la primera
parte de la puesta que acentúa lo formal en el desempeño de los
actores, aunque luego ello va trocándose en un certero trabajo desde
el interior y la verdad.
Giselle Sobrino encabeza el elenco con una Electra intensa,
rabiosa, llena de claroscuros, que revuelve el escenario con
emotividad y puntual dosificación energética. Dailenis Fuentes pone
pasión a Clitemnestra, y aunque por edad el rol pareciera alejado de
la actriz, su presencia es contundente y su voz no la traiciona.
Raúl Capote entrega a Egisto la sinuosidad del chulo, construye un
arquetipo mediante la dicción correcta y el dominio corporal. Marcel
Méndez y George Luis Castro completan el reparto. Justo es señalar
el éxito que supone la melodía ejecutada en vivo por los cinco
intérpretes, lo cual podría convertirse en marca poética del
espectáculo y no en ejercicio ocasional.
Siempre hay que despedazar algo para encontrar el camino. Yerandy
habla de la generación que viene con sobresalto y deleite. Lizette
apuesta por un texto sólido e inquieto. Veo Jardín de héroes
y pienso con fervor en Martí, en ese modelo de patria que estos
personajes, desesperados y anhelosos, advierten al mismo tiempo como
ara y pedestal.