Y si dicen que un personaje (un relato) no pasa de ser una ristra
de palabras, ¿qué elevada convención nos autoriza a ver en la
literatura esos mundos paralelos que, en ciertas oportunidades,
emulan con el real? Tenemos entendido que leer ficciones puede
resultar una ocupación provechosa, aún cuando no siempre estén
claros los grados de ese provecho. Pero así son las cosas. La
literatura —para quien haya pactado con ella— es una experiencia que
sobrepasa el acto momentáneo de leer.
Lo recuerdo a propósito de un libro infrecuente: Hombres y
bestias del sur (editorial Letras Cubanas, 2008), cuyo autor
apenas ahora deja atrás la condición de inédito. Tres relatos que
dan cuerpo a un pequeño catálogo de seres y estares, para decirlo
con palabras del pop hispano. Tres piezas en las cuales la
intensidad —reconozco que es este un vocablo a la medida cuando al
comentar una obra se necesita ser evasivo— se torna palpable y
persistente.
Tal vez todo empiece por los contextos. Roberto Cid, que no es un
estilista cabal, parece colocar sus escenografías con una intención
que termina siendo irrevocable. Esas solas escenografías generan la
certeza de que algo grandioso ocurrirá. La desdicha de sus
personajes está en haberse encontrado allí. Después podremos
simbolizar, acudir a las explicaciones de rigor: Los grandes
naufragios de estos relatos comienzan con una decisión equivocada.
Y será medianamente cierto, un naufragio real en el primero y de
jaez un tanto mitológico en los dos restantes. Pero de alguna forma
nos hemos convencido de que la buena literatura va más allá de su
propia simbología. Más allá, incluso, de los lapsos de un enunciado
que —lo he apuntado ya— no se basa en el pulimento de la prosa,
aunque obtiene de la acumulación verbal una resonancia muy
"creíble". Supongo que ello pueda ser comprobado en los diálogos.
Los personajes de Hombres y bestias del sur hablan como ellos
solos pudieran hacerlo, y sin embargo, no dudamos de su hablar. Es
lo que los manuales identifican como verosimilitud, una
especie de uniformidad que —idealmente, claro— fluye de todo el
personaje: de su verbo y de sus movimientos; de sus ideas y del
lugar en el que le tocó ser sorprendido por el lector.
Una expedición por mar, una densa peripecia entre guerrilleros en
la Guerra de los Diez Años y una pugna tribal en los alrededores del
río Toa pueden derivar, según lo propone Roberto Cid, en tres
versiones sobre la culpa, la impotencia, la tenacidad y el mandato
del tiempo sobre las cosas. Tres relatos con el imán de la
relectura.