El camino de un libro desde las prensas hasta eso que,
finalmente, nombramos posteridad, es un evento azaroso, de
sacudidas, postergación, repliegues y afirmaciones. En última
instancia, los libros suelen precipitarse en una interpretación
colectiva, que asumimos como la indicada para darles un número en
esa especie de escalafón conocido por canon. Leídos desde una
distancia prudencial parecen expresarse más claramente, lo que no
deja de ser un asunto delicado.
La década de 1960 no es algo tan lejano, y sin embargo casi a
medio siglo de sus bruscas evoluciones, las cosas pudieran dar la
impresión de archisabidas. Sometida a una generalización a la postre
infausta, la literatura cubana de ese periodo sería explicada como
una crónica del mundo deshonesto que se clausura y el mundo moral
que se instaura, con sus tonos impetuosos y realistas.
El concierto de las fábulas (Letras Cubanas, 2008), de
Alberto Garrandés, tiene la primera virtud de hacernos repensar esa
década, y admitir además lo voluptuoso de un diálogo casuístico.
Merecedor del Premio Alejo Carpentier de ensayo este propio año, el
libro es un documento originalísimo acerca de un lapso literalmente
irrepetible. Garrandés expone su propio método con dos términos a
primera vista enfrentados: advierte que se ha dejado conducir por
una modulación realista, y por otra impresionista. Como se podrá
notar, esto es, además de una confesión de fe, una invitación a
debatir sus puntos de vista sobre la narrativa de la década de 1960,
marcada por un fuerte influjo social que no anuló otras miras,
dispuestas a trabajar —por ejemplo— con un material fantástico o con
el propio texto (con su condición de artefacto hecho de meras y
tenaces palabras).
El concierto¼ se alía,
posiblemente, a una de las recurrencias del propio periodo que
somete a análisis: una admirable intercomunicación de ideas,
vigorosas asociaciones de tipo cultural que en última instancia nos
inclinan a recolocar algunos conceptos, a entender que el proceso de
instauración de las prioridades estéticas no resulta menos
problemático para una época que para un autor determinado.
Articulado en cuatro secciones principales, el ensayo se detiene en
lo que en otro momento se ha denominado "literatura de la
violencia"; en el mundo sin fechas de lo fantástico, y en el mandato
de la historia en los cotos de la ficción. Tres obras ilustres y
difíciles de ese periodo: El siglo de las luces (1962), de
Alejo Carpentier, Paradiso (1966), de José Lezama Lima, y
Tres tristes tigres (1967), de Guillermo Cabrera Infante merecen
un comentario aparte de Alberto Garrandés, que cierra este libro con
un manojo de entrevistas.
Las estipulaciones de El concierto de las fábulas obran la
gracia de la exposición penetrante y el dato insospechado. Si alguna
vez el ensayo ha sido asociado con la gravedad y la ausencia total
de ironía, este libro viene a decir lo contrario. Es como si,
colocado casi medio siglo atrás, proyectara convenientes augurios
sobre nuestras letras de todos los tiempos.