Un
expresivo torrente de energía brota de Léster Martínez al
interpretar el personaje de Adolfo Llauradó en la sala que lleva el
nombre de este último en La Casona de Línea, empeño que, haga lo que
haga después este joven actor, deberá figurar entre los más
difíciles de su carrera. O tal vez sea necesario aclarar que solo
mediante ese tipo de energía es posible asumir escénicamente la
personalidad de quien fuera uno de los grandes mitos del teatro
cubano.
Pero si el espíritu formidable del actor ya desaparecido
(Santiago de Cuba, 1941-La Habana, 2001) parece haber reencarnado en
su novel seguidor dentro de este unipersonal de Teatro El Público
titulado Ay, mi amor (Una descarga de Adolfo Llauradó), el
estilo y oficio de su director, Carlos Díaz (contó con la señoría de
Norge Espinosa), también emergen a cada paso de Léster.
Identificados los ecos evidentes de la dirección artística, esa
fuerza increíble de que ha podido disponer Léster en su papel, se
encauza a través de un prisma de bien realizadas acciones: timbres,
modulaciones, danzas, canciones, ritmos, melodías, movimientos,
gestos, máscaras humanas. Resulta, por cierto, notable la capacidad
de este actor para aprehender y transmitir la sustancia de otras
artes ajenas al teatro.
Su propia voz cobra particular vida, diversificada en matices
bien colocados: jadeante, sofocada, estremecida en murmullos
respiratorios, casi asmáticos, como los del Llauradó real, los que,
sin imitarlo, nos remiten de nuevo al actor que también impresionaba
por ese aspecto de su personalidad.
La tremenda, casi insólita, concentración mental de Léster, de 27
años, le permite una profunda inmersión en sí mismo. Y alrededor de
todo ello, aflora a ratos el hálito del Hamlet shakesperiano,
avistado a tiempo por la crítica del lado de sus desesperaciones,
sufrimientos, contradicciones, recogimientos y hasta actos
violentos.
La buena preparación física, agilidad y velocidad de
desplazamientos permiten al intérprete llenar casi todo el tiempo el
espacio que deja libre la escenografía: las botellas de ron, las
recurrentes maletas, la iglesia de San Basilio¼
el cuartel Moncada cuyo ataque por los revolucionarios estremece a
Llauradó y signa su ideología, antes de su partida hacia la capital
en busca del proscenio.
"Salí de mi casa queriendo ser actor, justo para sentir los tiros
del Moncada. Yo no sabía que esos tiros significaban los ojos de
Abel. Yo no sabía que esos tiros significaban la muerte de tanta
gente linda".
Resultaría difícil imaginar ahora si cuando comenzó a gestarse
esta obra, siete años atrás, a partir de un diálogo grabado por su
esposa Jacquelline Meppiel, se hubiera pensado en alguien que no
fuera el mismo Adolfo Llauradó para llevar a las tablas a quien ya
era considerado un demiurgo en la escena insular.
"Me da mucha alegría que Carlos Díaz, a quien Adolfo admiraba
tanto —dice ahora Jacquelline— haya concebido el proyecto de volver
a hacer vivir a Adolfo en un escenario. Léster Martínez no es y no
pretende ser Adolfo. Pero ha interiorizado y transmite al público,
con mucha fuerza y presencia escénica, todos los matices de la
descarga que se me ocurrió grabar, un día del año 1990, en que se le
iba un amigo y, con unos tragos de más y mucho llanto, empezó a
rememorar su vida".