Adolfo en el espejo de Léster

ANTONIO PANEQUE BRIZUELA
paneque.b@granma.cip.cu

Foto: PEPE MURRIETAUn expresivo torrente de energía brota de Léster Martínez al interpretar el personaje de Adolfo Llauradó en la sala que lleva el nombre de este último en La Casona de Línea, empeño que, haga lo que haga después este joven actor, deberá figurar entre los más difíciles de su carrera. O tal vez sea necesario aclarar que solo mediante ese tipo de energía es posible asumir escénicamente la personalidad de quien fuera uno de los grandes mitos del teatro cubano.

Pero si el espíritu formidable del actor ya desaparecido (Santiago de Cuba, 1941-La Habana, 2001) parece haber reencarnado en su novel seguidor dentro de este unipersonal de Teatro El Público titulado Ay, mi amor (Una descarga de Adolfo Llauradó), el estilo y oficio de su director, Carlos Díaz (contó con la señoría de Norge Espinosa), también emergen a cada paso de Léster.

Identificados los ecos evidentes de la dirección artística, esa fuerza increíble de que ha podido disponer Léster en su papel, se encauza a través de un prisma de bien realizadas acciones: timbres, modulaciones, danzas, canciones, ritmos, melodías, movimientos, gestos, máscaras humanas. Resulta, por cierto, notable la capacidad de este actor para aprehender y transmitir la sustancia de otras artes ajenas al teatro.

Su propia voz cobra particular vida, diversificada en matices bien colocados: jadeante, sofocada, estremecida en murmullos respiratorios, casi asmáticos, como los del Llauradó real, los que, sin imitarlo, nos remiten de nuevo al actor que también impresionaba por ese aspecto de su personalidad.

La tremenda, casi insólita, concentración mental de Léster, de 27 años, le permite una profunda inmersión en sí mismo. Y alrededor de todo ello, aflora a ratos el hálito del Hamlet shakesperiano, avistado a tiempo por la crítica del lado de sus desesperaciones, sufrimientos, contradicciones, recogimientos y hasta actos violentos.

La buena preparación física, agilidad y velocidad de desplazamientos permiten al intérprete llenar casi todo el tiempo el espacio que deja libre la escenografía: las botellas de ron, las recurrentes maletas, la iglesia de San Basilio¼ el cuartel Moncada cuyo ataque por los revolucionarios estremece a Llauradó y signa su ideología, antes de su partida hacia la capital en busca del proscenio.

"Salí de mi casa queriendo ser actor, justo para sentir los tiros del Moncada. Yo no sabía que esos tiros significaban los ojos de Abel. Yo no sabía que esos tiros significaban la muerte de tanta gente linda".

Resultaría difícil imaginar ahora si cuando comenzó a gestarse esta obra, siete años atrás, a partir de un diálogo grabado por su esposa Jacquelline Meppiel, se hubiera pensado en alguien que no fuera el mismo Adolfo Llauradó para llevar a las tablas a quien ya era considerado un demiurgo en la escena insular.

"Me da mucha alegría que Carlos Díaz, a quien Adolfo admiraba tanto —dice ahora Jacquelline— haya concebido el proyecto de volver a hacer vivir a Adolfo en un escenario. Léster Martínez no es y no pretende ser Adolfo. Pero ha interiorizado y transmite al público, con mucha fuerza y presencia escénica, todos los matices de la descarga que se me ocurrió grabar, un día del año 1990, en que se le iba un amigo y, con unos tragos de más y mucho llanto, empezó a rememorar su vida".

 

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