 El camino
a Guantánamo
ROLANDO PÉREZ BETANCOURT
rolando.pb@granma.cip.cu
Había
leído sobre el filme, pero solo viéndolo (y finalmente escuchando la
ovación que recibió en el Chaplin) se comprende por qué El camino a
Guantánamo, exhibido dentro de la muestra internacional del
28 Festival, es mucho más que una crítica a un sistema de
insostenibles valores políticos y hasta humanos.
El docudrama de los ingleses Winterbotton y Whitecross tiene el
poder de la obra irrebatible a partir de que lo expuesto está libre de
cualquier manipulación de los hechos verídicos, o de resortes
sentimentales encaminados a ganarse fácilmente al espectador. Y si al
final afloran en la audiencia la indignación y la condena, se debe a
que a los realizadores les basta narrar lo sucedido para que se
comprenda —con no poco estremecimiento— que la oreja peluda del
fascismo de estado, más que quedar archivada en el siglo XX, saltó la
centuria y crece en estos mismos momentos con proporciones
incalculables para la humanidad.
Ganadora del Oso de Plata en el último Festival de Berlín, El
camino a Guantánamo narra la odisea de tres jóvenes musulmanes
británicos que a finales de septiembre del 2001 viajan a Paquistán
para asistir a la boda de uno de ellos. Tienen entre 18 y 23 años y
son tan juguetones como no muy practicantes de su religión. En el
camino deciden pasar por Afganistán (con otro amigo más, que
desaparecerá, sin que nada de él se sepa) y allí, en medio de la
confusión, son apresados por tropas de la Alianza del Norte y
entregados al Ejército de los Estados Unidos. Víctimas de las más
diversas torturas permanecen en la base de Guantánamo hasta marzo del
2004 en que, a falta de pruebas, son liberados. Pero hasta el momento,
ningún gobierno se ha excusado con ellos del error-horror que le
hicieron padecer.
Llama la atención la rapidez con la que los realizadores armaron
este filme, que conjuga la reconstrucción de los hechos con cortas y
sostenidas entrevistas a las tres víctimas. Ritmo vertiginoso y
brillantes escenas que transmiten la impresión de haber sido filmadas
en el momento de los hechos, se conjugan con una atmósfera de
pesadilla irreal, y hasta kafkiana, en lo referente al desconcierto de
los jóvenes, que de la alegría de un viaje de placer pasan a un
absurdo de violencias lindando a cada instante con la muerte. Un
montaje que sin variar la sustancia cronológica de los hechos —a no
ser en los momentos en que los protagonistas torturados recuerdan
pasajes felices de sus vidas— transcurre en un bien balanceado
suspenso.
Las entrevistas en la base de Guantánamo no tienen desperdicio
porque revelan las irracionales pretensiones de los militares (golpes
y otras torturas de por medio) en cuanto a obtener una confesión de
culpa a cualquier precio. Infierno en el que no falta espacio a la
amarga sonrisa, como cuando una interrogadora pretende demostrarle a
uno de los jóvenes que, en un video de escasa calidad visual donde se
ve a Ben Laden, aparece también el acusado brindándole profunda
atención al disertante (y de nada valdrá que el acusado diga que en la
fecha del video puede demostrar que se encontraba en Londres. "La
fecha no tiene nada que ver —dirá finalmente la interrogadora a la
manera de un intrascendente desliz— usted estaba allí de todas
maneras").
Tanto los realizadores como los tres jóvenes han reconocido que el
filme pudo haber sido de una dureza mayor, pero lo que se buscaba era
más la reflexión por parte de los espectadores que un pavor de
imágenes no apta para todas las sensibilidades. Aunque a las víctimas
no escapa el hecho de que, con todo y lo sufrido, otros muchos
prisioneros pasaron más que ellos (y siguen pasando), mientras el
presidente de los Estados Unidos, tras negar mil veces el uso de la
tortura, termina por aprobarla institucionalmente, lo mismo aplicable
a "culpables" que a "inocentes", una definición que como se sabe —y lo
demuestra este filme que por nada del mundo debemos perdernos— pudiera
concretarse, o no, por el camino. |