Los últimos cayuqueros
JOEL MAYOR LORÁN y
OTMARO RODRÍGUEZ (fotos)
Capitanes del Toa.
Clavan la palanca en el corazón del río, para impulsarse contra la
corriente. El único motor son sus manos. Pero tienen la voluntad
para completar el recorrido, con la preciada carga de viandas y
frutas.
Erácido siente nostalgia de sus incontables expediciones por el Toa.
Viajan en cayucas
(especie de botes con un codillo o tabla adicional en los bordes
inferiores), y van en busca de mercancías, que transportan desde
donde nace el torrente. Pecho, espalda y pies desnudos, pantalón
corto, y emprenden la travesía caudal arriba.
Se inician desde niños
en esa profesión, y le dedican la vida casi por completo. Por eso,
quizás sea muy temprano para que el astro rey decida trepar
aquellas cimas, pero Rafael, Erácido y otros tienen un largo trecho
por delante. Los espera la gente del lomerío, con sus producciones
de coco, guineo y malanga.
Por estos lares, el Toa
es la única vía de comunicación posible, y son los cayuqueros
quienes lo conocen y desafían sus rápidos y remolinos. Las
montañas los vigilan en silencio. Bandadas de patos les abren paso.
Quedan a solas con la mañana. En las horas que restan para llegar,
volverán a ver las chorreras que nombraron antes: Vega Grande, El
Junco, El Aguacate...
En el lomerío de
Baracoa, en lo más intrincado de Guantánamo, los servicios de
estos navegantes se tornaron indispensables.
EL REY
¿Cuántos años tiene
usted, viejo?, pregunto a Erácido Navarro. "No llegan a 200",
responde atento a mi reacción. Disimulo la sonrisa: me conformo al
descubrir en su mirada decenas de expediciones. "Dicen que es el rey
de los cayuqueros", le animo. "Era; ya estoy flojo", revela.
Uno al timón y el otro en la proa, navegan horas contra la fuerza de la corriente.
Mas, de inmediato se
repone: "Mi papá hacía cayucas: unas veces de cedro, y otras de
najesí o majagua. A mí, al inicio, me tocó pasar a la gente de un
lado a otro del río. Después, transporté mercancías para la
tienda, y bajé viandas desde Naranjo del Toa".
Cuando cuenta cómo le
gustaba soplar el guamo, se le encienden los ojos. "Es un caracol de
Cobo grande. Le picas la puntica con una segueta, porque es duro, y
soplas. Se oye muy lejos, a unos cinco o seis kilómetros. En una
ocasión lo usamos para movilizar milicianos".
Pero, generalmente, lo
hacían sonar antes de llegar a Acopio —para que se prepararan a
recibir la mercancía que cargaban de las lomas—, o cuando traían
un enfermo, con tal de que los esperaran.
Dice Erácido que a los
10 años ya andaba en esos trajines de palancas y remos. "También
mis hijos saben, pero estudiaron y cogieron su camino. Es un trabajo
fuerte; hay que vivir dentro del agua... y subir contra la
corriente, empujando. A mí me duelen las rodillas; no logro seguir.
Soy calvo, y me duelen hasta los pelos.
"Cualquiera
no puede: cuando el río está bien crecido, el que no sabe se
turba. Yo lo conozco como a mis manos: cada chorrera con su nombre,
cada charco. Estuve 40 años cayuqueando, y nunca me viré.
"De
La Perrera a Mal Nombre eran cinco horas. Íbamos dos o tres
haciendo cuentos. Llegábamos a casa de algún guajiro y le
pedíamos que nos colara café. Mirábamos el paisaje, muy bonito,
pero a veces pasaban tres horas y no veías un cristiano.
"El
Estado nos dio un nylon negro para cubrir cada embarcación desde
alante hasta atrás. Si llueve, todo el mundo se tapa, menos el que
va manejando, que no puede. Además, en las chorreras tienes que
tirarte al agua, a empujar. En algunas se te acaba la fuerza. Tienes
que respirar y empujar más duro".
CAPITANES A LA
ESPALDA
Para Evaristo Paján,
quien ha vivido 70 años en aquellos parajes, "los cayuqueros eran
la Cruz Roja. Cada vez que se enfermaba un campesino, recurríamos a
ellos. Lo bajaban hasta La Perrera, para coger un carro y llegar a
Baracoa. Muchas vidas salvaron".
Indica Rafael Suárez
que antes de 1959 ya transportaban productos hasta el pueblo. "Casi
siempre tenían que dejar fiao el barril de malanga o lo que
trajeran. Fue con la Revolución que el campesino volvió a vivir, y
todo cuanto sembraban llegaba a manos del pueblo rápidamente".
Así que Rafael solo
requería de una nave. "Corté un `palito' y se lo llevé a un
aserrador, para que me lo preparara, y armar mi propia cayuca.
Después construí otra. Llegué a fabricar más de 40. Ahora nadie
las hace. En aquella época ni tres cayuqueros semanales daban
abasto, y en la actualidad ni gente queda en aquellas lomas".
Dice que les pagaban a 5
ó 10 pesos cada bulto, de acuerdo con su tamaño. Y allá iban: uno
al timón y el otro en la proa.
Sin embargo, de las 11
cayucas de entonces solo algunas navegan aún. Hoy en día los
carros van hasta Naranjo del Toa, explica Erácido. "Más arriba no
quedan tiendas. En Mal Nombre hay una, pero llevan las mercancías
en una res, porque son pocas personas.
"Ya
los cayuqueros no suben. Los productos de allá los bajan en balsas,
y las cayucas de La Perrera quedarán para tramos cortos, aquí
mismo", sentencia, y ahora su mirada se torna mansa, como las aguas
de un pequeño lago. Hace tres años que abandonó ese oficio.
No obstante, esta misma
mañana, mientras teníamos la vista en la corriente, el río nos
trajo a Orleidis Siló y a Teófilo Martínez con una carga de 13
sacos de coco. Quizás Erácido, Rafael y otros sean los últimos
cayuqueros... o tal vez el Toa nunca deje de echarse capitanes a la
espalda. |