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La hidalguía de los cubanos
GUILLERMO JIMENEZ SOLER
LA COLONIZACION española en Cuba estuvo marcada desde sus inicios por un estigma de sevicia, intolerancia y exclusión desmedida.
Para decirlo con palabras del argentino Ezequiel Martínez Estrada en su clásico Martí Revolucionario: No es que en Cuba se hubieran aplicado por la Conquista y la Colonización otros métodos distintos que en los Virreinatos, sino que el grado de brutalidad e impunidad con que se llevaron a cabo, y la crueldad inhumana, alcanzaron aquí, como en Africa, niveles nunca igualados en otras naciones, y duraron más.
El bautizo de sangre iniciado por Pánfilo de Narváez en los primeros años de la conquista con la matanza de más de 2 000 indios en Caonao terminaría con la temprana extinción, en menos de un siglo, de nuestros aborígenes -pacíficos, ingenuos y sin las dobleces de la civilización-, en uno de los más eficaces genocidios de la historia negra.
La primera sedición cubana, una protesta económica de los vegueros contra el monopolio real del comercio del tabaco a comienzos del XVIII, fue zanjada con el elocuente discurso de exhibir sus cadáveres colgados de los árboles de una céntrica calzada. Un siglo más tarde, en 1812, la mayor rebelión de negros esclavos, dirigida por el mestizo José Antonio Aponte, terminaría con su fusilamiento y el de 8 de sus seguidores.
Poco después, tras la Real Orden del 28 de mayo de 1825, el gobierno sería conducido manu militari pues desde entonces se atribuyeron a los Capitanes Generales facultades omnímodas idénticas a las de los gobernadores de plazas sitiadas, entronizándose por el general Tacón desde 1834 el despotismo como norma. Ni tardos ni perezosos, ya al siguiente año de 1826, condenarían por infidencia a la pena capital a Francisco de Agüero Velazco y a Andrés Manuel Sánchez, protomártires de nuestra independencia.
Por la amañada conspiración para la rebelión de negros de 1844 conocida como la de La Escalera, calificada por José de la Luz y Caballero como una "mezcla de infamia, tontería y ridiculez", fueron ejecutadas 78 personas, entre ellas el poeta mulato Plácido, pero el miedo a las revanchas de los negros desató un terror desenfrenado que costó la vida, según se calcula, a más de 7 000 esclavos.
Narciso López fue ejecutado en garrote vil el 1ro. de septiembre de 1851 y fueron fusilados, en las faldas del Castillo de Atarés, 50 de sus seguidores y, en Camagüey y Trinidad, Joaquín Agüero Agüero e Isidoro Armenteros Muñoz, jefes de los alzamientos, respectivamente.
También por el garrote vil en 1852 fue pasado el joven Eduardo Facciolo solo por haber sido el tipógrafo de 4 números de La Voz del Pueblo Cubano, primer periódico en burlar la censura española.
En marzo de 1855, relacionado con el dudoso proceso de la llamada Conspiración de Vuelta Abajo, se ultimó al catalán Ramón Pintó y días después se le dio garrote vil a Francisco Estrampes, capturado al desembarcar en una expedición con armas por Baracoa.
La Guerra de los Diez Años de 1868-1878 estaría maculada de variadas ignominias atribuidas a los desmanes incontenibles, en las ciudades, por parte de los llamados Voluntarios -unos fundamentalistas precursores- y, en el campo, por las "guerrillas" y las tropas regulares de los capitanes generales, Caballero de Rodas y Blas de Villate, Conde de Valmaseda, quienes asesinaban a mansalva a cualquier hombre en su camino, insurrecto o no.
Además, jamás hubo cuartel ni miramiento con los enemigos capturados, habiéndose fusilado, entre otros, al general del Ejército Libertador (E.L.), León Tamayo Viedna, el 15 de julio de 1871 tras ser apresado por estar inválido; a 53 de los expedicionarios del Virginius, incluyendo al canadiense general del E.L., William Ryan, y al cubano general Bernabé Varona, en 1873 tras su captura. Francisco Jiménez, general del E.L. del 68 y de la Guerra Chiquita, fue asesinado tras haberse presentado mediante engaños y falsedades.
Los que no eran ejecutados se deportaban a las islas de Fernando Poo, a Chafarinas o a Ceuta donde recibían trato de prisioneros comunes, con largas y pesadas cadenas a los pies, trabajos forzados, pésima alimentación y frecuentes maltratos con bayonetas, vergajos y garrotes.
Esa política sañuda alcanzaría un carácter bárbaro en 1897 y 1898 durante la Reconcentración, un enajenado plan de genocidio contra la población campesina que, por hambre y enfermedades, costara la vida a cerca de un quinto de nuestros habitantes.
No obstante, por parte de los cubanos la guerra nunca desbordaría los cauces y cánones de la civilidad y aquellos excesos cometidos por jefes o soldados fueron sancionados y condenados, como aquella deshonrosa proposición, rechazada con indignación por Maceo, de aprovechar su entrevista en Mangos de Baraguá con el general Martínez Campos para asesinarlo. El 1ro. de septiembre de 1898, 3 semanas después del armisticio firmado entre españoles y norteamericanos, el Consejo de Gobierno de la República de Cuba en Armas advertía contra los actos de venganza, decretaba una amnistía de los culpables de crímenes contra los cubanos y promulgaba "una conducta de olvido y perdón".
Tras la derrota del ejército español, los vencedores, en este caso, no aplicarían esa Ley del Talión, tradicional en situaciones históricas similares, tal como sucediera al finalizar la guerra de independencia de EE.UU. contra los loyalists o partidarios de Inglaterra donde más de 100 000 se vieron obligados a emigrar; o, tras la Guerra de Secesión, en que se desataron represalias sangrientas contra los vencidos en la llamada reconstrucción del sur.
Al finalizar la guerra los cubanos no se tomaron la justicia por sus manos, no hubo turbas ni forajidos que asaltaran residencias, ni se confiscaron bienes ni se incautaron pertenencias privadas y, sin embargo, había hambruna y una gran penuria reinantes.
A pesar de la precaria situación de los antiguos libertadores a comienzos de la República, donde algunos de sus más preclaros generales junto a sus familias rayaban en la miseria, como Quintín Banderas, "Mayía" Rodríguez, Carlos Roloff y otros, ningún español ni ninguna de sus propiedades fueron objeto de vandalismo ni represalias, aun cuando la metrópoli durante la Guerra Grande había embargado a más de 4 000 cubanos cuyas propiedades fueron a engrosar las arcas de nuevas fortunas de españoles leales.
Más aún, durante la República se produjo en nuestro país una inmigración extraordinaria procedente de las regiones periféricas menos desarrolladas de España y de sus estratos más humildes que asentaron su hogar, fundaron sus familias y crearon su sustento o su fortuna, recibiendo a cambio, de los cubanos, solo simpatías, fraternidad, respeto y solidaridad.
No fue en balde que Martí predicara "una guerra generosa y breve" como reza en las Bases del Partido Revolucionario Cubano y en su Manifiesto de Montecristi advirtiera que "la guerra no es contra los españoles... (ni es) el insano triunfo de un partido cubano sobre el otro, o la humillación siquiera de un grupo equivocado de cubanos..."
Por tanto, nunca se daría en Cuba ese fenómeno frecuente en Iberoamérica donde muchos de sus pobladores aún cobran a los españoles de hoy los agravios de sus antepasados conquistadores. Por el contrario, el cubano, una raza especializada en pulsar los más altos timbres del afecto humano, siempre ha preservado para el gallardo español la más alta y armónica de sus notas.