Mabay, Granma.–Por acá, donde el viento pasó a desdicha y el agua fue «lo nunca visto», más raro será que progenitor alguno le ponga Melissa a una recién nacida. Si ocurre, por menos que uno se lo espere, ya vendrán al caso las comparaciones. Seguramente pase cuando la gente olvide, cuando ya no lo tenga tan fresco.
Ahora pocos son los días y pasan lentos, cansados de esa mala costumbre de andar a la desbandada. «El agua que ven ahí es la que queda del río», y «dicen que el central todavía está inundado».
En Mabay se preguntan cómo engordar de nuevo a las «bestias», a los ovejos y a las vacas que se hundieron en el fango; se preguntan cuándo volverá la corriente que no ven hace más de «12 días», si aquí «no hay postes en el piso». En Mabay, si es por preguntar, todo el mundo se pregunta si beber el agua que tiene para beber.

No se sabe qué hace aquí un aguaitacaimán con hambre en la sangre. Mucha vida no ha de haber en esa agua negra que ningún ojo atraviesa; esa agua negra a la que ni ese bicho opaco se atrevería a meterle el pico.
Al fondo, tres metros de profundidad por medio, están las esteras que transportan la caña para que unos dientes la muelan y la expriman: rodillos les dicen y, si importantes suenan ellos, también esa maquinaria movible que es de hierro y se oxida. «Si la estera continúa demasiado tiempo bajo agua, puede que hasta se le partan componentes», dice Manuel Villa, jefe de turno de Mantenimiento, en el central Arquímedes Colina.
Cuando uno da pocos pasos, ve el área de las «bombas intupibles» también anegada. Por aquí pasa el guarapo que sale de aquellas canales y, por suerte, «los motores se sacaron antes del ciclón, allá abajo lo que quedan son las bases».
Sea como sea, ya «hay una caldera rota» y, si a eso se suman las esteras por las que todo inicia, vaya usted a saber cuándo el central volverá siquiera a hacer meladura, como sigue previsto para este año. No siendo pesimistas, esperan que la corriente llegue pronto a arrancar unas turbinas. Mientras tanto, nadie sabe «lo que habrá allá abajo», lo que está pasando.
El camino siempre le da a uno historias para contar, como la de esta combinada cortando siete hectáreas de arroz empapado, desfallecido. Según Luis Pi Fajardo, el vicepresidente de la CPA a la que todo esto pertenece, están «tratando de recuperar algo porque esa es la comida de los trabajadores», es parte de su autoconsumo, posterior a «la ley de la naturaleza».
«El problema fueron las máquinas». Las que podían usar son de un señor que tiene arroz sembrado también. «El día 26 acabó de cortar el suyo y el 27 ya entró Melissa. Nada más pudimos picar un tanque, de 13 previstos».
Pensaban obtener «seiscientos y pico de quintales», pero ahora hay que «tirarlo a las mantas y darle por lo menos tres días de sol, en lo que se espera la corriente» para poder pelarlo. «Aquí todo es pérdida, casi no da ni pa´ la inversión».

La CPA Carlos Manuel de Céspedes –en Mabay aún– tiene 476 hectáreas sembradas de una caña que no se sabe cuán viva anda. «La humedad de la cepa la vira y ahora esa producción está acamada. Entonces, por la misma inundación, mucha parte se seca y, además, las malezas se le vienen encima. Será más difícil hacer la cosecha», será más difícil producir buena caña.
Y, por si fuera poco, perdieron 25 hectáreas de yuca, tres de maíz, tres de frijol, dos de plátano: «casi todo lo que teníamos sembrado».
Dice Luis que ahora hay que tratar de vender rápido y sembrar cultivos de ciclo corto. «Todo el mundo donará su poquito»: la semilla de frijol, la de cualquier otra cosa… «para poder tener comida».

Hay unos niños jugando a las bolas con pedrucones. «Ten cuidado, Liván, quítate de “alante” cuando vayan a tirar una piedra de esas», gritan por ahí, mientras se vislumbra un hombre que, en medio de «aquello», tuvo que salir con «las bestias a buscar un punto más alto», si no, se ahogaban.
Se llama Duyernis y anda con dos caballos que se están comiendo la yerba recién cortada que cargan otros dos. «Mira cómo se han flaqueado, metidos en el agua hasta la rodilla», suelta. Y, si le preguntas cómo hará para engordarlos de nuevo, dice que «será cuando baje eso ahí. La yerba podrida ellos no se la comen, y hay muchas plagas también, mosquitos, jejenes…».
Al taller de locomotoras fueron a parar unos cuantos animales. La jodedera fue poca cuando cada uno estuvo en el sitio que le tocó. Donde existe el torno que, a falta de tornero, «hace como nueve años no funciona», hubo vacas y bueyes a refugio. Aún huele a sudor malnacido, a encierro.
Dentro de las propias locomotoras que halan vagones cargados de caña durmió –a medio sueño– gente por esos días. Lo mismo en el baño donde, en plena zafra, se bañan viajeros que traen consigo el desande sobre raíles. Por destrozos máximos, en este taller, se entiende el vuelo de algunas planchas de zinc.

El sol se pone como suele ponerse a la una de la tarde. En lo que seca arroz encima de un vagón de caña, Ubiel cuenta que «aquí están tomando agua de los pozos, sin saber si se contaminaron». Hay quien la hierve para matar la incerteza, pero cuántos serán los precavidos.
Pasa que «el monstruo está ahí mismo»: esa agua que es el torrente de todo lo inservible y sucio, que ni agua es. Pasa que, como dice Yordanis, la corriente «entró al drenaje del central por el que se drena para allá, retornó, pasó por la industria, y»…
Nadie sabe cuánta «infección» habrá arrastrado y metido en las casas, en la tierra por la que pasan manantiales enteros. Si los pozos están contaminados –como el grande del central que piensan drenar por cinco horas– habrá que desinfectarlos de algún modo.

Marlon anda vistiendo al muñeco que, minutos más tarde, la hermana pequeña volverá a desvestir. Dice la madre que Ana Karla «no es fácil», y a uno no le queda más remedio que creerle cuando la ve con un mantel tejido que simula «pelo largo» y «trapos» metidos en la blusa, como quien juega a ser grande.
El padre está recostado de un poste y, entre tantas cosas, dice que «uno tiene que tener cuidado con lo que hace delante de ella; todo se le pega enseguida».
Como para no dejarlo en mentira, Ana Karla empieza a dibujar garabatos en la tierra: «Voy a hacer un “halicópterooo”, un “halicóptero” voy a hacer». Seguramente, por estos días, lo de los helicópteros se le pegó de algún lado. Quizá no. Sería mejor así.

























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